Daniel Moyano pertenece a aquellos escritores argentinos forjados en el noroeste, desde La Rioja hasta Salta, que han mantenido un perfil propio y universal en el conjunto de la literatura argentina. Su escritura quizá no hubiera sido la misma en otro contexto distinto de la parquedad y escasez riojana. Veinticuatro años después de su exilio de Argentina, Moyano es reconocido fuera y dentro del país, aunque su visión se mantiene muy lejana de las preocupaciones que hoy invaden la sociedad argentina.
En junio de 2005, Andrew Graham-Yooll publicó extractos de conversaciones mantenidas entre 1987 y 1988, que reflejan su estado final de exiliado: tras irse de Argentina, ya no volvió, aún despues del retorno a la "normalidad institucional". Moyano y su transcriptor, en sus propias vidas y palabras, son sujetos del quiebre de la sociedad que ha desatado cuarenta años de empequeñecimiento en manos de sus principales actores.
De la nota de Graham-Yooll, extraigo su visión de su exilio:
Con Daniel Moyano alguna vez tratamos de calcular cuántos kilómetros había entre su casa en La Rioja y el “piso” en la Ronda de Segovia, de Madrid. El cálculo estaba dirigido a saber dónde nos había llevado la vida, pero se hallaba condenado al fracaso porque la cifra no nos interesaba. Había armado la casa del exilio madrileño con su mujer, Irma Capellino, y con los dos hijos del matrimonio. De los encuentros familiares, en Madrid y, también en Londres, queda el recuerdo de su humor y de la calidez en su cara algo cansada. (“Dale, inglés, decilo, cara de indio. Es así. Mi padre era medio indio”, reía Moyano.) Lo extraño mucho, ahora como en aquel primero de julio hace trece años en que su hijo avisó que Daniel había muerto. Me habla todavía, en dos cintas, dos extendidas charlas (53 hojas en la desgrabación) que sostuvimos en agosto de 1987 y en noviembre de 1988. Sus palabras reflejan erudición, su amplia lectura, su obra y su angustia.Moyano murió en un ya lejano 1992; desde entonces, el país en que moró es, también, una luz muy lejana.Daniel Moyano fue el menos conocido de los grandes escritores argentinos y latinoamericanos de los ‘60 y ‘70. Felizmente, este año se ha comenzado a reeditar su obra. Tenía obra publicada cuando ocurrió su gran lanzamiento como escritor a raíz del premio Primera Plana, en 1967. Un jurado de lujo (Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez) proclamó ganadora su novela El oscuro. Su carrera había comenzado como plomero y albañil, si bien siempre fue escritor, y músico, desde que no pudo ir a la escuela en Córdoba. Sus oficios le sirvieron en el exilio luego de su detención en marzo de 1976. Aparte de cargar con la máquina de escribir, lo que más cerca llevaba era la bolsa con las herramientas de plomero.
Lo que sigue, un extracto de esas dos charlas grabadas, son palabras de Daniel Moyano, hablando como amigo, escritor, argentino y exiliado.
“Hablabas de Antonio di Benedetto. El decía que el exilio no tiene regreso. Era un caballero. Todos conocimos un Di Benedetto en Mendoza y en Buenos Aires, y otra persona en España, cuando salió de la cárcel. Sufría delirios de persecución, estaba envejecido y con problemas de memoria. Los militares lo acusaron de viajar a Cuba en busca de instrucciones para la guerrilla. Le preguntaban qué hacía en Cuba, si usaba el télex del diario Los Andes, donde fue subdirector, para comunicarse con la guerrilla. En los interrogatorios lo golpearon todo el tiempo, me dijo. Antonio se exilió en España. Sara Gallardo trató de ayudarlo, igual que muchos. Regresó a Buenos Aires, trabajó unos meses, y se quedó sin trabajo. Cuando murió, los diarios porteños le hicieron grandes elogios.”
“Lo cito porque al exilio traté de negarlo. Poco a poco uno se va dando cuenta de la mentira de eso. He regresado a Buenos Aires, como muchos, pero me doy cuenta de que no regreso, aunque regrese. Lo que dejé ya no existe, los hilos están cortados. Alguien me dijo que mi novela Navíos y borrascas es mi paso hacia el exilio.
”Nuestra identidad es la de exiliado permanente. Julio Mafud, en El desarraigo argentino, sostenía que eran desarraigados los españoles que emigraban y desarraigados los indios que desposeían, y desarraigados los inmigrantes del siglo XIX que vinieron a desposeer. Eduardo Mallea por ahí dice que la Argentina es como una gran ramera con la que todos se acuestan, pero que nadie la asume. Mi abuelo materno hablaba de volver a Italia, y de un barco mitológico que lo llevaría. No volvió, como no vamos a volver ninguno de nosotros. Yo me invento que mi abuelo se fue para allá con un acordeón, pensando que iba a volver. Volví yo, él soy yo, y volví con un violín. Cambiamos de instrumento, nada más. Mario Benedetti ha inventado una palabra muy buena, desexilio, pero no creo que sea posible el desexilio.
”Lo he superado: no tengo nostalgia, ni me quejo. Empecé a ver a Madrid como una ciudad real. No la veía como real, sino como ciudad ‘impuesta’. Ahora, que sé que el exilio es irreversible, me siento cómodo. Es saludable y debe ser un mecanismo de defensa. Quiero asumir el exilio sin temor, y sin esperanza.”
“Los primeros siete años de exilio no pude escribir nada. Había perdido toda capacidad expresiva. Lo que intentaba escribir era visceral, patológico, mezclado con pesadillas... que terminaban en un cuartel, no podía escribir porque todo lo que escribía estaba prendido a esta desesperación. Hasta que intenté la re-escritura de El vuelo del tigre, que yo había escrito en La Rioja. Cuando me detuvieron, Irma enterró el original en la huerta, porque si los militares leían además de saquear no me soltaban más. Un cura amigo le dijo a Irma: Hagan desaparecer ese manuscrito. No había copia. Hice una reconstrucción del manuscrito. Cuando volví a La Rioja, los que vivían en la casa habían volteado la higuera, pusieron césped, una pileta de natación... Andá a saber qué pasó con el original.”
“Navíos y borrascas sirvió para recuperar mi capacidad expresiva. Eso y la re-escritura de El vuelo... Ahora la novela que he escrito ya no tiene nada de eso. Es una novela andina, que se desarrolla en un pueblo de la cordillera de los Andes donde un hombre encerrado con un diccionario y una gramática se enfrenta con las palabras para contar la historia de su pueblo que va a desaparecer.”
“Sabés que tenemos cosas en común, vos y yo. Algo de ingleses y protestantes, de vivir en Córdoba, y eso de caer en juzgado de menores de muy joven. Vivíamos en La Falda cuando yo tenía entre cuatro y siete años. Eramos los caseros de unos pastores ingleses que tenían un chalet muy bonito. Mr. Louis Robert y Mr. Clifford. Hablaban un castellano tarzánico. La mujer de Mr. Robert, Emilia, tocaba el armonio y el culto evangélico se hacía en su casa. Nosotros desde antes éramos protestantes..., desde Buenos Aires. Mi madre lo era. Yo nací en Buenos Aires, pero mi familia era de Córdoba.”
“Cuando muere mi madre yo tenía siete años. Entonces mis tías católicas me bautizaron en la Iglesia..., no era bautizado. Ahí me vino el susto porque me dicen usted es un animalito, no se ha bautizado. No entendí nunca lo del pecado original, me llenaba de terror. Todavía me da miedo la religión católica.”
(...) “Yo nací en Buenos Aires, me llevaron a Córdoba, y luego me fui a La Rioja porque los abuelos de mi padre eran de Olta, de La Rioja. Yo decidí irme de Córdoba a La Rioja, buscando raíces. Mi madre nació en Minas Gerais, cerca de Belo Horizonte. A los diez años la trajeron a la Argentina. Se casó con mi padre (que según él tenía sangre india). Tengo muy pocos recuerdos.”
“Cuando me tuve que enrolar en Córdoba, no tenía documento. Mi padre le había dicho a mi madre: Hay que hacer los trámites para anotarlo a Daniel, pero mi mamá dijo: Daniel está anotado en el cielo, qué me importan los papeles. Estoy anotado en el cielo, con el pastor, pero no en la tierra. Escribimos a Buenos Aires, y nos dijeron que viajáramos. No fui a Buenos Aires, costaba un dineral. Un juez en Córdoba me dijo: Venite con dos testigos falsos, decí que naciste en Córdoba un año antes, y entonces te enrolamos y no te cobramos.”
“Me enrolé a los diecisiete e hice el servicio a los diecinueve. En los papeles figuro nacido en Córdoba, el 6 de octubre del ‘29. Nací en Buenos Aires el 6 de octubre del ‘30. Mis testigos falsos fueron un violinista gallego y un ave negra de esos que andan en los tribunales, que dijo: Yo me ocupé, Sr. Juez, de los servicios de obstetricia. El violinista dijo: Pues mire, yo he estado ahí sentado, leyendo una partitura. Y me puse a tocar el violín, y me dijeron: ¡Ha sido un varón!”
(...) “Después de vivir con mis abuelos [por la muerte de su madre] pasé de tío en tío. Mi padre desapareció. Reapareció años después. Todos los tíos me dieron material para los cuentos... Pasé un tiempo en un reformatorio, y mi hermana en un colegio de monjas, donde nos colocó un tío.”
“De vuelta en casa de mis abuelos maternos, cuando tenía doce años, leíamos La Divina Comedia, en italiano, claro. Yo leí El Quijote, la literatura gauchesca, Don Juan Tenorio. Son las lecturas que más recuerdo, inviernos enteros leyendo. Fui a Córdoba capital para hacer el bachillerato y no lo pude hacer porque no tenía papeles, como te dije. Entonces me iba a la Biblioteca de Córdoba, y leía... mucho. A Lugones. Descubrí la poesía de T. S. Eliot. En Córdoba empecé a escribir poesía. Luego me puse a leer a los autores norteamericanos. Pasé a Chéjov... Y escribía. Luego vendrían los cuentos en Artista de variedades (1960), y La lombriz (1964). Una luz muy lejana (1966) fue mi primer intento de novela. Después vino El monstruo y otros relatos, y El fuego interrumpido (1967). Escribí El oscuro a raíz de los tiempos del general Onganía. Esto me llevó a meterme en la realidad de mi país. Creo que terminé mi ciclo con mi país: lo que tenía que decir ya está dicho. Quiero evadirme de la historia de mi país, que me ha limitado mucho. El oscuro, El trino del diablo (1975), El vuelo del Tigre, son libros sobre los acontecimientos históricos, alguna vez anticipándome, como en El trino del diablo.
“Cortázar decía: escribas lo que escribas nunca vas a dejar de ser argentino, ni de escribir para tu país. Borges permaneció físicamente en la Argentina, pero mentalmente nunca estuvo.”
“Yo le decía a Julio: Mirá, después que dejé Córdoba y me fui a La Rioja, empecé a atisbar esta entelequia que es América latina. Yo necesito a América latina: necesito que exista, porque no soy ni italiano como mi abuelo, ni indio como mi padre. Soy mezcla. Necesito mi identidad, no a nivel literario, la necesito como persona. Le decía a Julio, me siento mucho más cerca de Rulfo que de vos o de Borges. A Borges lo admiro y a vos te quiero, le decía a Julio. Rulfo me dice más.”
(...) “El día del golpe de 1976 yo estaba en Córdoba, intentando inscribirme en la Facultad de Filosofía, porque se me había ocurrido estudiar. Cuando regresé a La Rioja había controles como si fuera una ciudad ocupada. Llegué a casa... Me dijeron que habían detenido a casi todos los intelectuales. Muchos eran del diario El Independiente. Además estaba detenido Ramón Eloy López, un poeta, un sacerdote, uno de los tres miembros del Partido Comunista, algunos de la JP y el arquitecto que proyectó la cárcel. Lo metieron en la celda de castigo.”
“Esa noche dormí en casa, sabía que me podían detener. Había sido amenazado por la Triple A, y por LV14, la emisora local. Una locutora estaba leyendo un capítulo por día de El trino del diablo y le dijeron que si seguía leyendo iban a volar la radio. Me amenazaron a mí, recurrí al gobernador, Carlos Menem, y me había puesto custodia policial en casa. Me levanté temprano, estaba preparando mi ingreso a la Facultad con ese placer de entrar por primera vez a esas disciplinas. Abrí un libro y vi que se detenía un auto: eran cuatro, tres caminaron despacio hacia casa.
”Mi hija María Inés, de siete años, dormía, mi hijo Ricardo, que tenía catorce, estaba levantado junto a dos hijos de una familia amiga, y estaba mi mujer. Me apresuré a abrirles la puerta antes de que la derribaran. Era el 25. Pregunté si me podía cambiar de ropa. Dijeron, Sí, pero pronto, y me acompañaron al dormitorio. ¿Llevo documentos? No los va a necesitar, dijo uno. Eso me asustó. Pero no tuve tiempo de tener miedo. Quedé incapaz de reaccionar porque eso era insólito. Yo era periodista, además de escritor, trabajaba para Clarín, y músico y plomero. Me llevaron de casa al cuartel, en silencio. Estaba cerca. Al cuartel entré a los empujones. En un salón enorme estaba media La Rioja de pie, contra la pared (no nos dejaban sentar), con un colchón al lado.”
“Estuvimos desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde. Al mediodía trajeron esa polenta asquerosa de las comisarías que nadie quiso comer. Nos hicieron llenar una planilla, una tarjeta, donde teníamos que poner el nombre, profesión e ideología. Nunca me había planteado qué ideología tenía. Pa’ colmo no era ni católico. No sé qué disparate habré puesto. A las seis de la tarde nos arrearon a un autobús..., unas cincuenta personas. Los vidrios estaban tapados con papel pero a través del parabrisas del conductor yo veía la curva que llevaba a la Cárcel Provincial. Nos metieron contra una pared blanca, separados un metro de cada uno, y un hombre dijo: no miren la pared, miren fijo a la arañita (eso lo puse en El vuelo del tigre), busquen una arañita que hay en la pared, y no se miren ni hablen... ¡Las armas son muy celosas y se pueden escapar los tiros! Hicieron ruidos de armas, de sacar los seguros. Había un silencio terrible.”
“Duró, no sé cuánto..., de golpe se oyó una carcajada de treinta personas, una risa mecánica y fingida. Apareció un tipo y nos puso una cuchara, cosa que nunca me explicaré por qué: una cuchara entre el cinturón y el pantalón a cada uno. Y cuando terminaron de poner las cucharas, vino otro y las retiró, y largaron otra carcajada. La cuchara significaría que nos iban a dar de comer. Y no nos daban de comer.” “Fuimos pasando uno por uno, nos preguntaron nombre y profesión, me sacaron los cordones de los zapatos y el cinturón, y con el pantalón en la mano, me empujaron con la culata del rifle. Subimos una escalera hasta una puerta, me dieron un culatazo y me metieron dentro. ¡No entraba luz por ningún lado! Ahí estuve ocho días en esa celda de castigo, y me daban la comida por un cuadradito de quince por quince. A los ocho días, a otro calabozo. Tenía una ventanita y podía ver el patio. Empecé a medir la hora por la sombra del sol. Un pajarito venía todos los días a la misma hora, a la misma teja: lo conté en El vuelo del tigre. Salía con el mismo rumbo todos los días y así quizá toda la Eternidad. Un día viene un carcelero, que era oficial y riojano, y me dice Oiga, profesor –debía ser pariente de algún alumno del Conservatorio–, quiero decirle que su familia está bien.”
“Me enteré de que mis libros los secuestraron de la librería Riojana y los quemaron en el cuartel, junto con los de Cortázar y Neruda. Qué honor.”
“Bajé siete kilos en doce días: hacía gimnasia a escondidas. Cuando me dijeron que podía abandonar la provincia me fui a Buenos Aires, gestioné mi pasaporte, volví a La Rioja y en una semana levanté mi casa. Volvimos todos a Buenos Aires a esperar el barco. El 24 de mayo de 1976, tomamos el ‘Cristóforo Colombo’, y el 8 de junio comenzó el exilio en Barcelona.”
“Como te contaba, decía Di Benedetto: el exilio no tiene regreso.”
La fotografía, en Clarín, el seis de enero de 2009.
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