sábado, septiembre 17, 2022

La grieta

 


Quiero transcribir, resaltando en color, las reflexiones de Gustavo Noriega a propósito de la muerte de Magdalena Ruiz Guiñazú, para la publicación Seul, en Argentina. ¿Por qué, en España, ocuparse de un incidente lejano y menor, según como se lo mire? Una y otra vez, porque creo que debemos vernos en un espejo, como si miráramos a un futuro posible, uno entre varios que aún podemos tomar. ¿No existen temibles similitudes en los usuales "escraches" (otra maldita palabra traída de Argentina) cuando un político o personaje público se presenta en una Universidad, y es agredido con furia por la manada de estudiantes de izquierda? ¿No existe una horrible similitud con la negativa del nacionalismo catalán a que se hable en castellano en Cataluña?

Dice Noriega:

 No diré mucho más de Magdalena salvo que fue por su figura que comencé a ver cómo lo que todavía no se llamaba “la grieta” podía llegar a afectar las relaciones familiares. Comencé a trabajar en su programa en marzo de 2010. Un mes después presenté el libro que había escrito sobre el Indec en la Feria del Libro. La presentación fue interrumpida por un grupo de barrabravas de Nueva Chicago, con una fuerte conexión con el Mercado Central y con el entonces secretario de Comercio, Guillermo Moreno, responsable de la intervención de facto en el Indec. Durante uno o dos días, el libro fue noticia. De alguna manera, tuvo la mejor presentación posible: lo que en sus páginas se denunciaba tenía una confirmación externa. Había patotas en el instituto oficial de estadísticas y estaban relacionadas con el secretario de Comercio.

Poco después, todavía aturdido por los hechos, recibí un mail de una prima, hasta ese momento muy querida. No la veía mucho pero la llamaba “mi prima favorita”. En el mail decía algo así como: “Sé que sucedió algo en la Feria del Libro pero no entendí bien. Pero vi con asombro que estás trabajando con Magdalena. ¿Qué te pasó?”. De pronto, descubrí que una persona que conocía, pariente de sangre, con un marido encantador y dos hijos modelos, absolutamente civilizada, consideraba que era mucho más deshonroso trabajar con Magdalena Ruiz Guiñazú que el hecho de que una patota compuesta de barrabravas fuera a la Feria del Libro a interrumpir de manera violenta la presentación de un libro. Y que lo hacía de tal manera que la pregunta que yo me hacía, atónito, “¿qué le pasó?”, ella me la hacía a mí.

Retrospectivamente, vi el momento en que leía el inesperado mail como una escena de la película Invasion of the Body Snatchers, en donde los habitantes de un pueblo cercano a San Francisco comienzan a notar ligeramente distintos a algunos vecinos, amigos, parientes. Son iguales físicamente, pero algo profundo, muy interior, cambió de una manera radical. ¿Cómo podía ser que una persona empática y básicamente buena, de pronto minimizara el episodio violento que había sufrido un pariente y considerara a Magdalena, nada menos, como algo tan vinculado al mal que su sola cercanía debía ser considerada como sospechosa? ¿Qué les pasó a ellos para cambiar así?

Había tenido unos años antes una muestra menor de lo que se venía en términos de “grieta”. El día de las elecciones de 2007 me tocó estar en un cumpleaños lleno de sociólogos que, con mucho entusiasmo, habían votado a CFK y suponían que cualquier otra persona que estuviera en la fiesta había hecho lo mismo. Muy tímidamente esbocé que no era mi caso, que había votado a Elisa Carrió y que lo que estaba pasando en el Indec –que ya llevaba diez meses– me resultaba intolerable. Uno de ellos, de los más amables y racionales, casi como mi prima, me dijo: “Claro, vos tenés un compromiso emocional con el Indec, te afecta mucho”. No intenté explicarle que la violación de las estadísticas oficiales era un desastre que nos afectaba a todos, más allá del compromiso emocional. Hoy, cada tanto, quince años después, sigo contestándole en mi mente.

La despedida casi universal que recibió Magdalena en estos días nos puede hacer olvidar el clima que se comenzó a vivir en esos años. Por supuesto que la brutal intervención del Indec comenzó en enero de 2007 y que poco después el conflicto con el campo por la 125 hizo que el gobierno se enfrentara con Clarín, hasta ese momento su socio estratégico, y radicalizara sus posiciones. Sin embargo, el clima se puso especialmente espeso en esos días de 2010 y de ahí en adelante, impulsado por el resurgimiento de la imagen de CFK luego de la muerte del marido y su impresionante reelección con el 54 % de los votos en primera vuelta en 2011.

En aquellos días aciagos, Magdalena, que había abierto el micrófono a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo cuando eso era peligroso y que tuvo participación destacada en la realización del Nunca Más, era escupida simbólicamente en los actos masivos y hasta tuvo un “juicio popular”.

Ese episodio es probablemente el más increíble de todos. Impulsado por un sector marginal del periodismo K, encabezado por Claudia Acuña y Pablo Llonto, y con la bendición de Hebe de Bonafini, se realizó cuatro días después de la irrupción de la patota en la Feria del Libro, el 29 de abril de 2010.

Según las crónicas de esa fecha:
En los "alegatos finales", Hebe de Bonafini dijo que los periodistas juzgados tienen que "pedir perdón por tanta ignominia, por tanta locura, por haber avalado la tortura, perdón, eso es lo que hace falta que hagan algunos, aunque no alcanza" y agregó: "Esta es la plaza del pueblo, donde reclama y exige. Falta tan poco para el bicentenario, cuando el pueblo quería saber de qué se trataba... hoy quisimos saber de qué se trataba y lo hemos conseguido". A mano alzada, todos los presentes "condenaron" a los periodistas juzgados por "complicidad con la dictadura".
Que el kirchnerismo hoy parezca ser una banda de desarrapados que no puede dominar la economía ni controlar al Poder Judicial, como pretende, ni convocar a jóvenes ni a pobres, como hacía en su momento, y que Magdalena se haya ido con un gran reconocimiento general no nos tiene que oscurecer que todo puede ser distinto otra vez. La pregunta sigue en pie: ¿cómo puede ser que millones de personas refrendaron ese estado de cosas en las elecciones de 2011? ¿Cómo pudieron hacerlo nuevamente en 2019?

No me refiero especialmente al resultado de los comicios sino a las elecciones que hicieron las personas como mi prima favorita. No se trata de gente desesperada, a la que cada crisis económica la va acercando al abismo. Me refiero a universitarios completos que tenían las capacidades cognitivas suficientes como para poder distinguir entre Magdalena Ruiz Guiñazú y Guillermo Moreno y terminaron eligiendo a este último o, por lo menos, a quienes le dieron poder en la economía y liderazgo en la guerra salvaje contra un diario.

Sólo hay dos maneras de pensar que Magdalena había sido colaboradora de la Dictadura mientras que los Kirchner habían resistido heroicamente defendiendo la democracia. Una sería por ignorancia. Otra, la más tortuosa, la más dañina, es la de los que elaboran una construcción teórica que se impone por encima de los hechos, una especialidad de las facultades de humanidades. Esa es la que más me desespera porque son personas que hasta hace unos años eran mis amigos, mis parientes, mi gente cercana. Es una tradición del progresismo que adhiere a lo indefendible: relegar los hechos a un rincón sin importancia, apoyado por lecturas de la coyuntura, conveniencias ideológicas e interpretaciones rebuscadas de enemigos ideales.
La foto, del archivo de https://www.lu5am.com , aunque ahora ya no está disponible en linea

domingo, septiembre 11, 2022

Marías y la traducción


 No sé si porque la noticia se conoció después de mediodía, o porque en las radios que escuché a la mañana no se enteraron, ocupados en sus propios jardines, pero me enteré de la muerte de Javier Marías mientras leía un artículo sobre otra cosa en El Cultural, pasadas las seis de la tarde. Confieso que no leí a este Marías; si a su padre, y no estaba en mi lista de autores a conocer. Sin embargo, viendo las reseñas que van saliendo sobre su obra, lo debo agregar a la lista de los inmediatos. No puedo decir nada acerca de su trabajo, excepto esto que dice Fernando Diaz de Quijano, en El Cultural , a propósito de su tarea de traductor:

A su faceta como escritor hay que sumar la de traductor, docente y articulista. Con su traducción de Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Stern, logró el Premio de Traducción Fray Luis de León. También tradujo a Stevenson, Conrad, Faulkner, Yeats, Ashbery, Auden o Nabokov. Para él, traducir era "la mejor manera de leer un libro", porque "tienes que estudiar hasta el último detalle y volcar el texto a tu lengua de forma aceptable. La traducción es una excelente escuela para un escritor".

Nunca será lo mismo leer un autor en su lengua original o leerlo en una traducción, aunque sea muy buena. En el pasado leí todos los autores rusos o franceses que caían en mis manos...traducidos. Hoy raramente lo haría. Parece un adocenamiento del autor.  Por eso entiendo perfectamente esta posición de Marías: no hay que leer una traducción: hay que hacerla.

La foto, en XLSemanal, de Carlos Carrión.

lunes, septiembre 05, 2022

Recordando Santiago


Leo a Jorge Edwards, y me trae el recuerdo de los pocos años que viviera en Chile, esos años en que viajaba a Santiago, para quedarme una semana cada vez, recorriendo otro mundo tan distinto a Buenos Aires. Quizá por ese mismo extrañamiento que se produce ni bien cruzas la cordillera, tengo un recuerdo persistente de calles, rincones, edificios, nombres, voces, que no puedo convertir en conceptos claros, pero que retomo leyendo sus páginas, donde esas impresiones fluyen como fluye Belgrano en las historias de Sábato. Edwards recorre Ahumada, Providencia, bordea el Mapocho, almuerza en la Estación Central, sube al San Cristóbal y a Santa Lucía, va a Peñalolén...pero sus recuerdos van mucho más atrás que los míos para esos sitios, a cincuenta años antes; y sin embargo, no tan distante en su consistencia. Me quedarán para siempre Baquedano y Providencia, Tobalaba, Los Leones, Apoquindo, la calle Suecia, la central de autobuses, la sorpresa de ver la alta muralla de la cordillera después de la lluvia...Cuando quedaba libre de mis tareas, caminaba por la larga Providencia, o me tomaba un Metro y me iba a una punta, para volver caminando hasta Baquedano. Edwards lo deja fluir en su memoria, con la ventaja de estar inmerso en su gente, algo que para un visitante solo es una aproximación. Yo solo puedo decir que conservo mi trato con muchos de mis colegas de entonces después de pasados veinte años. Mi contacto fue con personas educadas con mucho esfuerzo para sacar una carrera, en general de orígen sencillo, acostumbrados a un trato amable y respetuoso, donde alguien raramente levantaba la voz. Era algo que saltaba a la vista de Los Andes para abajo... Probablemente hay mucho más, matices oscuros que se intuían, pero que sólo se materializarían siendo parte por largos años. Edwards naturalmente tiene una visión más completa de sus compatriotas, trayendo a la vida en sus descripciones no sólo ese paisaje, sino también la visión de quienes mandan y reparten. Partí de Santiago en octubre de 2005 y sólo me ha quedado el hilo de la conversación a distancia. Seguramente ha cambiado mucho todo, e incluso las circunstancias políticas han mudado quizá más de lo que imagino, pero probablemente, si estuviera un par de semanas, recuperaría lo que a pesar de todo no cambia, como sucede leyendo historias de Edwards ocurridas hace cincuenta, ochenta, cien años.

Tomo algunos párrafos del capítulo XXVII de El inútil de la familia. Rememora un episodio de su infancia probablemente, ya que toda la historia contada se refiere a la vida de su tío Joaquín Edwards Bello, y la narración se balancea entre los hechos de su tío y los suyos propios. "la Miss" era su tutora inglesa, a quien le dedica gran parte de este capítulo:

(...) un buen día, me parece que en la primavera, me llevó a pie a la casa de esa Elvirita o esa Martita o esa Olguita, un gran bungalow de aspecto campestre, con mucha madera, amplias galerías exteriores, frondosas enredaderas anaranjadas o de color lila, rodeado de un parque magnífico. El conjunto formado por el bungalow y el extenso parque se llamaba Montolín, o le decían Montolín, y ahora tengo la impresión de que llegaba por el lado norte hasta la orilla misma del río Mapocho (...)

La Miss y yo subimos por el costado del convento que ya había sido demolido, atravesamos la Plaza Italia (...) seguimos por el entonces llamado Parque Japonés y llegamos a Montolín. Durante la caminata que debe de haber durado tres cuartos de hora, por lo menos, la Miss me hablaba en inglés y yo, que le entendía casi todo, le contestaba en castellano. Lo hacía por agresividad infantil, de niño grandulote, pero que todavía andaba de pantalón corto, por obstinada desobediencia, pero también, según he llegado a la conclusión, por vergüenza. La vergüenza, en ese mundo de cosas que se podían hacer y cosas que no se podían hacer, de gente con quien se podía andar y gente con quien no se podía andar, de palabras que podían pronunciarse o no podían pronunciarse (...) La vergüenza, repito, era el sentimiento más cotidiano, algo así como el estado natural del alma. Entramos al parque, donde había más de algún perro, alguna cacatúa chillona además de pavos reales que desplegaban sus colas (...) saludamos de lejos a un caballero de luengas barbas que se balanceaba en una silla de balancín, en la esquina de de la galería, y entramos. (...) Tengo la impresión de haber ingresado a una sala más bien baja, desordenada, algo oscura, donde había por todas partes y hasta por el suelo gruesos cojines de cretona, donde una niña un poco mayor que yo, de cara larga, de voz medio regalona y medio cansina, la Elenita, la Elvirita o la Olguita de la Miss, hablaba sin descanso y en una mezcla chapucera de inglés y de castellano. Familias de Valparaíso de costumbres semiinglesas (...)

Llegaron otros niños algo mayores , y que desde un comienzo, en virtud de un sexto sentido, de un olfato que se me había desarrollado en el colegio, en la calle, en todo terreno desconocido o no enteramente controlado, me parecieron hostiles, peligrosos.

-¡Al puente!- gritaron, y uno de ellos, un gordito mofletudo, de pelo rizado, se me acercó y me dijo que tenía que seguirlos. El tono del gordito era el de una orden, no el de una invitación, y yo, acomplejado, pollo en corral ajeno, obedecí. Salí a la parte de atrás del parque, con cara de ajusticiado, mientras la Elenita o la Olguita de voz monocorde, sin dejar de hablar, se colocaba a la cabeza del grupo, y llegamos a un puente colgante que tenía una sola cuerda para sujetarse a uno de sus lados. Ellos entraron a la carrera, en tropel, sin mayores precauciones, como si lo hicieran todos los días, y el puente, entre piedras y zarzamoras, sobre un torrente de aguas barrosas, empezó a cimbrarse a toda fuerza.

-¡Entra!- gritó uno de los niños más grandes, con ojos turbios, con una expresión autoritaria que no auguraba nada bueno- ¡No seai maricón!

Pensé que los ojos de ese niño eran como las aguas de abajo, barrosas y revueltas, coronadas por una espuma sucia, Agarré la cuerda con angustia y avancé por el puente estrecho, donde algunos de los maderos estaban rotosy algunos otros faltaban, sin mirar el río (...)

 Llegué al otro lado con la cara verde, con náuseas, medio hecho en los pantalones, y uno de los niños, un grandote que estaba cerca, me dió un tremendo pellizco, me hizo aullar de dolor. Los otros, formando círculo, empezaron a darme empujones, hasta tirarme al suelo , y ahí se dedicaron a pegarme patadas, mientras la Martita o la Olguita, el angel de la Miss, con su pelo de estopa rubia, su cara un poco alargada, sus brazos cubiertos de pecas colorinas, miraba como si se tratara de un espectáculo cualquiera, de una función de teatro o de circo, Escuché, en medio del ruido, de las piedras que el río arrastraba, de los chillidos, la palabra camello, y como a los hermanos mayores de mi padre, y por extensión a mi padre, los llamaban camellos en algunas casas, en algunos círculos, el Camello Fulano de Tal, el Camello Zutano, llegué a la conclusión de que me estaban castigando por pertenecer a la rama oscura, menos rica, pobretona, de acuerdo con ciertas estimaciones , de los Camellos.

-¡Ya! ¡Basta! -decretó la Martita o la Olguita, con su voz lenta, medio nasal, con su pronunciación extraña: chilena, achilenada, y a la vez inglesa de Valparaiso, ainglesada. Los golpes cesaron en forma inmediata, Se notó que la chica, con su cara no de camello, pero si un poco de caballo, era la cabecilla indiscutida. Yo me levanté del suelo, adolorido, lleno de rasmilladuras en las piernas y en los codos, y me sacudí la ropa. Ellos habían querido hacerme llorar, pero ahora, en la memoria, me parece que resistí de lo más bien, Hasta me reía, como para pretender que todo no había sido más que un chiste. En otras palabras, me reía como un imbécil, mientras la Martita o la Olguita, la cabecilla del grupo, me daba la espalda, y todos la abrazaban y trataban de juntar las cabezas con la de ella. Después he comprendido que ella, el ángel de la Miss, el monstruo mío de la otra orilla del Mapocho, que en aquellos años todavía era un peladero con zarzamoras, con matas de espino, con perros vagos y una que otra vaca, debía ser la hija de una de tus hermanas, sobrina tuya carnal, y que ese Montolin era el mismo de tus crónicas, el de la mansión de tu familia después de salir de la calle Monjitas. De manera que el salón de las cretonas era, a lo mejor, el de tu madre, un espacio que tuviste que conocer muy bien, a pesar de tu extravío.y me pregunto quién era el anciano de la galería de la entrada , el que leía el diario en la silla de balancín, quién sería.

La fotografía, tomada de https://www.ellibrodurmiente.org/persona-non-grata-jorge-edwards/