lunes, septiembre 21, 2009

Raíces americanas: la encomienda

El historiador, pedagogo, político y diplomático chileno Diego Barros Arana, escribió una Historia de Chile que, a pesar de tener un siglo y medio, sigue siendo de gran interés. Un aspecto bien desarrollado es la crónica de la conquista y la forja de la colonia, tanto de su país como de Argentina, fundamentada en el estudio de fuentes originales y en el análisis de los cronistas de Indias y los ensayos históricos que le precedieran.
Leer su análisis de los antecedentes coloniales da luz tanto a la evolución americana, como a la española. El perfil de los primeros conquistadores, el molde conformado de su población, el estilo de la administración, prefiguran antecedentes de la posterior decadencia de España. Su visión está influída por su época, pero de todas formas sus argumentos se basan en centenares de agudas observaciones. Y si son inteligentes sus notas sobre España, más lo es su estudio de la evolución de la colonia americana.
De entre las instituciones estudiadas por Barros Arana, la de la encomienda es una de las que más destacan, como explicación del interés en ocupar territorios, y hasta por descuidarlos, como pasara por siglos con las pampas desiertas.

La institución de la encomienda fue durante mucho tiempo la base de la economía y las relaciones sociales, probablemente para toda la América española. Sin duda, así lo fue para el noroeste y la región guaranítica argentino-paraguaya. En su Historia de Chile, Barros Arana, ya desde la perspectiva de la independencia, describe detalladamente su sentido. Lo que sigue es su explicación básica (Tomo primero, capítulo sexto, punto seis):
La base de este sistema era, [...] la creencia profundamente arraigada de que el rey de España era el dueño y protector de los indios americanos. Como tal, y en virtud de sus derechos de soberano, podía someterlos al pago de un tributo. Estando obligado a remunerar los servicios que le prestaban sus capitanes en la conquista del Nuevo Mundo, podía también «descargar su conciencia», como entonces se decía, esto es, pagar esos servicios, traspasándoles por un tiempo dado cierto número de indios, cuyos tributos debían ser para el concesionario. Este sistema, nacido de las ideas que engendró la organización feudal de la Edad Media, fue creado gradualmente por una serie de ordenanzas que se corregían o se completaban, y convertido en una explotación mucho más práctica y mucho más beneficiosa.
El tributo de los indios fue transformado, al fin, en un impuesto de trabajo personal. Se les obligó a trabajar a beneficio de los concesionarios, en los campos, en las minas, en los lavaderos de oro y en las pesquerías de perlas. Ese trabajo producía mucho más que lo que habría podido producir un simple impuesto. Tener indios era, según el lenguaje corriente y usual de los españoles, «tener qué comer», esto es, tener los medios de enriquecerse. Según la práctica introducida en las colonias, aquellas concesiones duraban ordinariamente dos vidas, es decir, la del concesionario y la de sus herederos inmediatos. Después de éstas, los indios quedaban vacos y volvían a caer bajo el dominio de la Corona. Pero entonces se presentaban ordinariamente nuevos solicitantes, que alegando sus servicios o los de sus mayores, obtenían, a su vez, el repartimiento por otras dos vidas. Podían hacer estas concesiones los gobernadores y los virreyes en nombre del soberano, pero en todo caso, para tener valor efectivo, estaban sometidas a la aprobación de este último.
Debiendo darse a este sistema un nombre que no fuese el de esclavitud de los indios, se le dio el de encomiendas. El Rey, se decía, encomienda sus indios a los buenos servidores de la Corona, para ponerlos bajo el amparo y protección de éstos, a fin de que sean tratados con suavidad y justicia. Los encomenderos debían cuidar de convertirlos al cristianismo y atender a la salvación de sus almas. En la práctica, el sistema de encomiendas fue la base del más duro y cruel despotismo. Los pobres indios fueron convertidos en bestias de carga para transportar los bagajes de los conquistadores en sus expediciones militares, se les reducía a los más penosos trabajos en que morían por centenares, se les encadenaba para que no se fugasen y hasta se les marcaba en el rostro con hierros candentes para reconocerlos en cualquier parte.
Cuando estos horrores fueron conocidos en España, los reyes trataron de suavizar ese sistema con numerosas y repetidas leyes siempre ineficaces y desobedecidas y, aun, quisieron suprimirlo por completo. Les fue imposible destruir un estado de cosas que había creado tantos intereses en las colonias, y se limitaron a dictar nuevas ordenanzas para regularizar aquel régimen, sin conseguir otra cosa (...) que revestirlo con apariencias legales menos ofensivas a todo sentimiento de humanidad.
Barros Arana muestra cómo la esperanza de una encomienda impulsó el avance hacia el sur, y las líneas de avance hacia el otro lado de la cordillera, hacia Mendoza, San Juan, Tucumán, Jujuy, Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero. Otro día veremos esto.

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