Al restarle trascendencia a lo que ocurre, el Gobierno termina garantizando, aunque no lo quiera, la impunidad de los delincuentes y alentando con ello la proliferación del crimen. Como no admite lo que pasa tampoco se preocupa por concebir un plan que ponga fin a esta situación. La recuperación de las instituciones de la República, hace un cuarto de siglo, no rebasa hoy un tenue orden formal. La negación de la realidad, la corrupción, un caudillismo que nada tiene que envidiar al del siglo XIX, el menoscabo de todo pensamiento que no sea el propio, la jactancia con que se ejerce el desconocimiento de los hechos y la demagogia practicada por el oficialismo hacen de la Argentina, junto con la impotencia de una oposición mezquina y dividida, un país sin rumbo en el mundo contemporáneo. La vida republicana no ha sido todavía lo suficientemente saneada como para que se haya fortalecido el ejercicio de nuestra experiencia democrática. Los violentos de hoy son, en buena medida, un producto siniestro de la marginalidad social. Pero, asimismo, expresión de la irresponsabilidad política de las dirigencias que rehúyen sus obligaciones básicas.
La nuestra se va convirtiendo en una sociedad que ya no está cohesionada por las leyes que articulan la convivencia sino por la inseguridad y la incertidumbre que nos congregan en el desaliento y la desesperación.
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