domingo, agosto 22, 2010

Población criolla e indígena en la Colonia argentina

En la introducción de un trabajo de Judith Farberman (Santiago del Estero y sus pueblos de indios. De las ordenanzas de Alfaro (1612) a las guerras de independencia), se describe un elemento que resulta probablemente clave para entender las características y evolución de la población rural del occidente argentino: la conformación de poblaciones indígenas tributarias. Surgidas a partir del interés de la corona española de limitar abusos de nobles encomenderos, representaban una mejora para la población nativa, al reconocerles su pertenencia étnica y organización social. El cambio fundamental era el reemplazo del servicio personal por el pago de un tributo, permitiendo la conservación de su producto. El seguimiento a través de dos siglos de estos poblados da una idea de cómo se forjó la sociedad criolla entretanto: en algunos casos, casi no existieron, permaneciendo los indios bajo el control de los señores encomenderos (Tucumán, Córdoba). En otros casos, se mantuvieron y quizá prosperaron, crecientemente cruzados con la sociedad colonial (Santiago del Estero, Jujuy). Del trabajo se desprende la observación de una sociedad donde los indígenas se integran lentamente a la sociedad colonial, compartiendo la categoría más baja con los criollos y españoles empobrecidos. Faberman se centra en el caso de Santiago del Estero, donde se dá esta última situación. Es la suya una descripción que probablemente pueda servir para Chile, Uruguay y Paraguay también. Curiosamente, o quizá no tanto, el trabajo observa que el gobierno independiente, surgido de la Revolución de Mayo, extingue y se apropia de las poblaciones y predios que la Corona española había protegido o generado a partir de la eliminación del sistema de encomiendas:
En 1612 el oidor don Francisco de Alfaro dictó las ordenanzas que disponían la creación de pueblos de indios en las remotas fronteras del Río de la Plata, Paraguay y Tucumán. Para ser considerados tales, las antiguas aldeas indígenas -o las escasas familias dispersas que a menudo las habían reemplazado- debían ser fijadas en tierras propias e inalienables y contar con un sistema de autoridades que sumaba a los caciques tradicionales un número variable de alcaldes y regidores. La reducción, asimismo, apuntaba a facilitar el adoctrinamiento religioso y la recaudación de un tributo, de cinco o diez pesos de acuerdo a la antigüedad de la encomienda, que reemplazaría al generalizado y oprobioso servicio personal (Palomeque 2000).

Como es sabido, la aplicación de estas ordenanzas suscitó fuertes resistencias entre los encomenderos del Tucumán, señores a la vez ínfimos y poderosos. Por otra parte, las políticas punitivas posteriores al alzamiento calchaquí (1630-43; 1659-1666) complicaron todavía más la realización del modelo alfariano, contribuyendo a la creación de reducciones de diversa naturaleza, con frecuencia multiétnicas, surgidas del desarraigo y la fragmentación de las comunidades rebeldes (Lorandi y Boixadós 1987-88).  Así las cosas, en el Tucumán la institución del pueblo de indios parecía desde el inicio destinada al fracaso, un hecho que la literatura etnohistórica no dejó de constatar. En efecto, algunos trabajos señeros como el de Ana María Lorandi enfatizaron el veloz proceso de desestructuración al que tanto la institución colonial como la comunidad (o comunidades) incluidas en ella fueron igualmente sometidas (Lorandi 1988). Del mismo modo, también la escasa evidencia demográfica conocida - que registraba sobre todo a la población indígena en encomienda, no necesariamente reducida en pueblos- confirmaba esa dramática imagen (Gil Montero 2005).

Y sin embargo, como hemos analizado en otra parte (Boixadós y Farberman, 2006) y lo sugieren también numerosos estudios de caso recientes, algunas pálidas luces pueden entreverse en este sombrío e incuestionable cuadro general. En este sentido, la visita del oidor Antonio Martínez Luján de Vargas a las encomiendas del Tucumán de 1692 y 1693 permite advertir pronunciados contrastes regionales en la conformación de los pueblos de la gobernación. Por ejemplo, siguiendo la visita, Córdoba y Catamarca se nos presentan como los casos más extremos de desestructuración. Allí, los indígenas encomendados -que son los únicos que el visitador se ocupa de desagraviar- se encontraban en su mayor parte asentados en las propiedades de sus feudatarios, repartidos en pequeños grupos y sin autoridades propias. De tal suerte, puede concluirse que la institución alfariana del pueblo de indios prácticamente no existió en aquellas dos cabeceras, ni siquiera formalmente. En un segundo grupo, podríamos grosso modo incluir a las jurisdicciones de La Rioja, San Miguel de Tucumán y Salta, intensamente afectadas por la política de desnaturalización. En esta vasta región, más del 70% de los tributarios y de sus familias seguía viviendo en reducciones, pero la entidad demográfica de las mismas era débil y los pueblos carecían a menudo de autoridades. Por otra parte, una importante cantidad de pequeñas encomiendas -los escuálidos "premios" asignados a quienes habían batido a los rebeldes- se sumaba a los pueblos de indios: difícil es pensar en cualquier resquicio de vida comunitaria para aquellas "familias sueltas". Por último, las cabeceras de Jujuy y Santiago del Estero se hallaban en el otro extremo del espectro. En Jujuy no existían "indios sin pueblo" mientras que en Santiago del Estero fueron registrados tan sólo en dos casos.

Esta "cartografía" de la desestructuración que la visita de Luján de Vargas permite avizorar, y que describimos en términos muy esquemáticos, parece mantenerse posteriormente. En este sentido, aunque el censo de 1778 registra entre 4.000 y 5.000 "naturales" en las cabeceras de La Rioja, Santiago del Estero, Tucumán y Córdoba y más de 11.000 en Jujuy (Larrouy, 1927), otras fuentes más específicas como las revisitas de tributarios de 1786, 1791 y 1807 nos revelan una vez más que solamente Santiago y Jujuy conservaban pueblos de indios de cierta entidad a fines de la colonia. La primera cabecera mencionada es la que habrá de ocuparnos en este artículo que, en parte, resume trabajos nuestros anteriores. Si creímos necesario este proemio algo extenso fue para dejar en claro que, en la modesta escala tucumana, nos encontramos frente a una configuración relativamente excepcional.

Por supuesto que los pueblos de indios santiagueños de 1693, que el visitador Luján de Vargas empadronó sumariamente, eran muy diferentes de los que podemos imaginar a partir de la lectura de las revisitas de 1786 y de 1807. La hipótesis principal que guiará nuestro trabajo es que existió un proceso de consolidación tardía que afectó a un conjunto de pueblos de indios santiagueños. Esta consolidación implicó la complejización de sus estructuras organizacionales y políticas, incluyendo la incorporación, a través del matrimonio, del arrendamiento o de la agregaduría, de familias "libres", algunas de ellas indígenas y otras de diversa condición socio étnica.

Este proceso de fortalecimiento abortó sin embargo abruptamente después de las revolución de independencia. Así fue que la pérdida de las tierras comunitarias y la supresión de hecho de las corporaciones indígenas terminaron en pocos años con un sistema que se había mantenido en pie gracias a la combinación de una serie de cambios institucionales externos (pasaje del régimen de encomienda privada a la dependencia en "cabeza de la Corona"), de cambios en las estructuras políticas internas y de estrategias comunitarias activas como las migraciones estacionales, la participación mercantil y la puesta en práctica de una verdadera "política matrimonial".
En el trabajo de Faberman se analizan los registros históricos conocidos (padrones de encomenderos tomados a lo largo del siglo XVII y XVIII, y visitas de oidores), orientado especialmente al caso de Santiago del Estero. El régimen distinto comentado para el caso de Tucumán (que incluye todo el noroeste administrado), está directamente relacionado al siglo de guerras calchaquíes, que de todas formas dio lugar a otros sistemas de persistencia de la población indígena. El común denominador para todo el territorio es la integración económica y cultural de las naciones indígenas en el espacio colonial. Mencionada por Faberman, Ana María Lorandi, en otras investigaciones, muestra la desintegración de las diversas naciones, sea por la guerra calchaquí, o por la encomienda, que termina desestructurando la unidad tribal. Pero estos pueblos promovidos por Francisco de Alfaro fueron el orígen de la progresiva conformación de la nación criolla, donde confluyeron indígenas de distintos orígenes, y crecientemente, españoles mestizados:
Como balance, y a pesar de sus imprecisiones, los padrones permiten observar algunas tendencias generales incontrastables: el aumento global de la casta tributaria a fines del siglo XVIII (y su leve disminución a principios del XIX) y la reducción del número de pueblos, que se van fusionando progresivamente en unidades mayores.
Sin embargo, los padrones y revisitas de indios ocultan casi tanta información como la que dejan ver. En efecto, estos registros sólo a medias reflejan una entidad territorial (ya que no todos los tributarios vivían en el radio del pueblo ni la totalidad de los moradores efectivos era anotada) y tampoco dan cuenta de un conjunto socio étnico y jurídico homogéneo (los cónyuges no pertenecientes a la "casta tributaria" se integraban al pueblo de indios con un status diferencial). En otras palabras, los "pueblos" de los padrones y revisitas constituyen conjuntos recortados de un universo más amplio, cuyos contornos resultan inevitablemente borrosos por falta de información. Además, a fines del siglo XVIII o principios del XIX podemos suponer que tales márgenes eran todavía más difusos que en el pasado: para entonces, buena parte de los sujetos percibidos como "indios" se había emancipado del régimen de encomienda y ya no vivía en reducciones mientras que éstas, a su vez, habían sido desbordadas por sujetos de otras etnias y/o condiciones jurídicas.
Analizando la composición de estas poblaciones, donde al avanzar el siglo XVIII parece disminuír el componente indígena, dice Faberman que en un partido fronterizo como el del Salado, con una población que residía mayoritariamente dispersa en el monte, tal vez fuera relativamente sencillo pasar por español. De hecho, más del 40% de la población del Salado fue juzgada como tal en 1778. Se trataba de una proporción superior a la del curato rectoral que contenía a la ciudad (y que no alcanzaba el 30%)  aunque por cierto los "fronterizos" fueran mirados con desdén, como si fueran "menos españoles", por los notables del río Dulce. Por fin, para el caso de Soconcho apenas si podemos corroborar que, en efecto, muchos "indios libres" vivían en el curato hacia fines del siglo XVIII. Las actas de matrimonio, aunque sólo esporádicamente brindan referencias sobre la etnía, permiten entrever vagamente a esta población indígena liberada de su adscripción a pueblos y residente en múltiples parajes y aldeas del curato.
Faberman analiza particularmente una categoría censal y tributaria que está en limite entre los indígenas y los españoles pobres o sus hijos: los "soldados", que, en palabras de Faberman, no refieren a servicios militares sino a su calidad fiscal. Para el caso del curato de Bañagasta en 1805, su análisis apunta a que "soldados" describen a los españoles empobrecidos y sus descendientes, pero que hacia el final de la colonia identifica a "hombres libres" no pudientes, sean indios no sujetos a un poblado tributario, o españoles pobres:
 (...) Hasta aquí la categoría de "soldado" ha aparecido asociada a los cónyuges libres de mujeres pertenecientes a la casta tributaria. Aunque estos soldados no pagaban la tasa, transmitían la condición dependiente a sus hijos. Sin embargo, la diferenciación tributario / soldado se encuentra también presente en otros documentos y, a nuestro juicio, reflejaba mucho más que una distinción fiscal. Consideremos, para comenzar, un listado de 1805 correspondiente al "curato de Bañagasta" levantado por su párroco Don Mariano de Ibarra. Lo primero que nos interesa destacar es la organización de los datos censales en dos listados sucesivos: el de "españoles y soldados" - que incluye a 455 personas (el 60% de las cuales de sexo masculino)- y el de "los indios naturales de este pueblo de Guañagasta", que apenas si suma 72 individuos (49 de los cuales de sexo masculino). Por supuesto que estas cifras no reflejan la población total del curato: aunque las edades no constan, podemos presumir que Ibarra se ocupó solamente de los adultos, interesándose más que nada en los varones. Los "españoles" del padrón, por otra parte, parecen reducirse a un grupo de quince personas de ambos sexos, separadas de las demás por líneas de puntos y agraciadas con el calificativo de "don". Por lo tanto, desde la perspectiva del párroco, la mayoría de sus feligreses ingresaba en el grupo de los "soldados", categoría cuya amplitud, hipotetizamos, superaba la clasificación funcional, incluso en un poblado de frontera como Guañagasta.

Aunque no abunde en detalles, Ibarra nos dejó algunos indicios acerca de sus propios criterios clasificatorios. Indudablemente, uno de ellos remitía al apellido. Si bien los hay muy comunes y que se repiten en las dos nóminas -Carabajal, Gonzalez, Ibañez, Leguisamo, Mancilla, Rodriguez, Ruiz, Silva- lo cierto es que no existen apellidos indígenas registrados entre los denominados soldados. En cuanto a los cónyuges externos al pueblo de indios -los referidos "soldados" de las revisitas -  tampoco fueron sumados al contingente de los "naturales", no obstante la reiteración de ciertos nombres y apellidos y la omisión de los datos de edad y de formación de la unidad doméstica nos impida asegurar su inclusión en el primer listado de "españoles y soldados".

Un segundo criterio clasificatorio que el párroco está evidentemente adoptando es el de la riqueza. Sin embargo, no parece que la distinción entre "indios" y "soldados" tuviera alguna incidencia en ese sentido. De hecho, el informe que acompaña el padrón se inicia colocando a todos los habitantes de Guañagasta, su "pobre feligresía", en un plano de igualdad. Todos son labradores -"las ocupaciones anuales son las labranzas de maíz, general en todos (...) siendo éste el sustento y mantenimiento de sus familias"- y todos por igual aprovechan los recursos del monte -"desde febrero todo julio se internan tierra adentro al naciente y al sur (...) a hacer sus labranzas de la sera y miel en pozos de aguas llobedisas por no aver aguadas permanentes (...) por cuia causa no son anualm.te estas labranzas-". Por otra parte, todos estos campesinos, no importa si indios tributarios, libres o mestizos, parecen vivir al borde de la subsistencia - en tiempos de sequía las cosechas de maíz se arruinan y "padecen grande epidemia"- y arriesgan su vida en las espesuras del monte chaqueño ("se encuentran infinitos de estos miserables perecidos en manos del infiel").

(...) Por último, nuestro párroco describe dos actividades más, que también parecerían englobar a la vasta mayoría. Por un lado, la producción textil, universal entre las mujeres, que termina al igual que la miel y la cera en las manos de  los "mercaderes de afuera"; por el otro, el trabajo asalariado de los migrantes. En palabras de Ibarra,  "todos los demás  individuos de este padrón" (se entiende que se refiere a los "menos pudientes") anualmente toman su destino  desde noviembre hasta después de Pascua a las Jurisdicciones de Santa Fe, Buenos Aires, Montevideo a las faenas de las siegas de trigo a hacer sus conchavos (....) y esto sucede efectivamente todos los años".     

Concluyendo, la línea que separa a tributarios y soldados, y que parece bastante evidente para los contemporáneos, no está pasando por la riqueza -que en el informe se traduce en la capacidad de "contratar" peones o bomberos y de negociar mejores precios con los mercaderes "de afuera"- . ¿Es la variable étnica la que define? Hacia fines del período colonial creemos que tampoco ésta parece tan relevante. Así lo refleja una serie de peticiones elevadas por presuntos tributarios de encomienda que niegan esa condición ante la justicia para postularse como soldados, a nuestro juicio sinónimo de hombre libre. En otras palabras, en la medida en que la condición de "indio sin pueblo" se va extendiendo, el término "soldado" va perdiendo su significado primigenio de "español pobre" y de miliciano para oponerse al status más preciso y restringido de "tributario".
Faberman enumera varios casos de mestizos o criollos que reclaman judicialmente su situación, que muestran claramente la transición social de dos siglos:
 En 1778 Pedro Góngora, "vecino de la ciudad de Santiago del Estero y residente en este curato de Salavina", intenta  esclarecer en una petición la situación de sus hijos anotados "en los padrones del pueblo de Lindongasta y Mamblaches, siendo legítimamente libres". El origen del "equívoco" se halla en el matrimonio desafortunado de María Serrano, su suegra mestiza y madre soltera, con el indio tributario de Lindongasta Ignacio Iamsala (de quien, por otra parte, la mujer de Pedro Góngora había heredado, como entenada, el apellido indígena). Para reforzar las pruebas desde el lado paterno, Pedro Góngora se presenta a sí mismo como "soldado". Los testigos que aporta a su favor extienden la experiencia militar de Pedro, que habría participado "en las funciones de entradas y correrías al gran Chaco", a su padre y aún a su abuelo.

 En 1758 Francisco Delgado, también nombrado Ayunta, desmiente la condición de indio tributario que le han endilgado en un reciente padrón de encomienda. "Me veo empadronado sin saber por qué motivo, y como yo me he criado inmediato a este pueblo supongo que esto habrá sido la causa". En su afán de probar "ser libre y que no pertenecía a encomienda alguna", Francisco Delgado se presenta como "hijo natural del alférez Cruz Delgado" y de una "mestiza libre" (pero de apellido Ayunta) sobre la que no  ofrece ulteriores referencias. Por si no bastara, también Francisco apela a su condición de soldado "funcional" que el capitán de milicias del partido certifica tanto para él como para  su difunto padre.

 Hacia 1750 doña María Antonia Corbalán, española pobre de Tuama, se casa con un indio yanacona de su cuñado por no seguir "rodando como inválida" y tener "quien la mantuviese". Un cuarto de siglo después, le toca defender a sus hijos mestizos, y ya adultos, de las pretensiones de un encomendero que los reclama para su servicio con el apoyo del curaca del pueblo. Acude entonces al párroco de Tuama, que aboga en su favor y certifica su ascendencia española (y, de paso, no ahorra su opinión acerca de aquel matrimonio desigual, celebrado tantos años atrás, del que afirma que "hubo mucha compasión y reparo el que una señora Por la pobreza se casase con tal sujeto"). En cuanto a los hijos mestizos de María Antonia, el mismo párroco afirma que "no los he matriculado por indios, antes sí los he casado como a soldados". Nótese que, a diferencia de los otros dos casos expuestos, no se alegan servicios militares en esta lacónica frase. Al igual que en las revisitas y en el censo mencionado de Guañagasta el término "soldado" está designando aquí una categoría social (y también étnica, porque se trata de mestizos biológicos) contrapuesta a la de "indio  de encomienda".

 Corre 1805 y tres hombres -Bartolo Imán, su hijo Ramón y su sobrino Pedro Salvatierra - son apresados por el delito de homicidio y por cometer varios robos. Las autoridades y los testigos convocados se refieren a los tres reos como "indios" naturales u oriundos de Sabagasta. Incluso, se solicita en el cabildo un "protector lenguaraz" para Bartolo Imán y para Pedro Salvatierra, los únicos que finalmente terminan por declarar.

¿Qué dicen los reos sobre ellos mismos? Bartolo Imán se presenta como "indio del pueblo de Sabagasta, que no tiene oficio alguno, sólo el de peón jornalero" y de inmediato se confiesa como único culpable del homicidio por el que se inicia la causa, aunque niega ser ladrón y menos aún  "consentidor de los robos de Pedro Salvatierra", su sobrino. Entendemos que la chacra sembrada con cuatro almudes de trigo, que las autoridades judiciales le embargan a Bartolo, se encontraba en el predio del pueblo de indios donde tributaba y al cual se encontraba adscripto en las dos revisitas de 1786 y 1807.

Sin embargo, más significativas para nuestro propósito son las palabras del sobrino de Bartolo Imán, Pedro Salvatierra, que en ningún momento niega su parentesco y complicidad con el reo principal. Preguntado por su procedencia, dice en su confesión que

    ...trae su origen del pueblo de Guañagasta, que es soltero (...) que aunque por lo que ha   dicho es indio, pero que ha corrido por soldado y en esta clase ha pagado arrendamiento al curaca del referido pueblo.

A pesar de su laconismo, la afirmación de Salvatierra reviste un enorme interés para nosotros. Indudablemente, nacer en un pueblo de indios como Guañagasta, residir luego en Sabagasta rodeado de parientes "tributarios y naturales" del pueblo y cargar con un "alias" indígena,  sólo podía generar confusión en vecinos y autoridades. Era pertinente, entonces, aclarar que sólo se era "indio" (tributario) en apariencia. Sin embargo, lo más revelador del testimonio está contenido en la frase siguiente: Salvatierra adscribe su condición de soldado a carecer de derechos de usufructo sobre las tierras comunitarias. A diferencia de su tío Bartolo Imán, Pedro Salvatierra tenía que arrendarle su parcela al curaca de Sabagasta.
 Lo que destacamos es sólo una parte del trabajo de Faberman, muy sólido y documentado, en la medida que la escasez de registros lo permite. Solo se ha tratado de extraer lo que reflejara la evolución de las naciones indígenas hacia la nación criolla. Este y otros trabajos (Lorandi, Boixadós) abren interesantes líneas de investigación. Como curiosidad, buscando información sobre las ordenanzas de Alfaro, pude notar la escasa y pobre información que Wikipedia en español tiene sobre Francisco de Alfaro, sobre Hernandarias, y sobre la legislación de Indias.
Seguiremos estas líneas de conocimiento.

No hay comentarios: