Lo que sigue es una reflexión de Andrea Calamari, a quien suelo leer en Seul, Jot Down y alguna vez en Zenda.
Estuve leyendo sobre Alcmeón, médico y filósofo griego. Al parecer, fue el primero, por lo menos en Grecia, en diseccionar cadáveres para estudiarlos: quería saber cómo estamos hechos.
Creo que no es tan famoso porque no tuvo uno de esos espléndidos nombres esdrújulos como Pitágoras, Aristóteles, Anaxágoras, Jenófanes, Heráclito o Empédocles. Aunque hubiera podido sobreponerse a esa trágica limitación nominal como lo hizo el también agudo Platón, que pegó un éxito al sacarle el jugo al esdrújulo Sócrates, porfiado en mantenerse ágrafo.
Entre otras deconstrucciones, Alcmeón diseccionó un ojo para observar los nervios que lo enlazan con el cerebro y así pudo arriesgar hipótesis acerca de lo que pasa adentro: una cosa es lo que percibimos a través de los sentidos y otra muy diferente es lo que nuestro cerebro procesa. Desconfiaba de la experiencia directa como método para el conocimiento porque era capaz de distinguir entre sensaciones y pensamientos en una época en que esa distinción no era lo más común (tal vez tampoco lo sea ahora). Eso le permitió trazar una raya entre los hombres y el resto de los animales. Alcmeón observó que los hombres mueren cuando no pueden unir el principio con el fin y sobreviven si son capaces de imaginar una significación para estos hechos.
Veamos: el nacimiento y la muerte son dos acontecimientos de nuestras vidas que nadie puede ver ni recordar. Eso nos une a cualquier otra especie animal. Lo que sí puede hacer el humano es imaginar objetos en los que todo está en concordancia con todo: a esos objetos los llamamos ficciones. Son modelos de mundo que hacen tolerable nuestro paso entre el comienzo y el fin.
En El sentido de un final, Frank Kermode habla de las distintas formas en las que las ficciones, históricamente, han intentado darle sentido temporal, es decir, con principio y fin, a lo que no lo tiene y el ejemplo que usa es la Biblia.
El primer libro es el Génesis y empieza, literalmente, ofreciéndonos un comienzo narrativo: “En el principio Dios creó los cielos y la tierra”. Seguimos toda la historia y llegamos al final, no sólo del último libro, Apocalipsis, sino de la humanidad. Ya sabemos cómo terminará todo: profecía, plagas, la gracia del Señor Jesucristo y Amén.
Desde los primeros relatos orales, estos fueron los requerimientos primeros y más ingenuos que tenemos para con las ficciones: que nos cuenten una historia con principio y fin. Kermode dice que caemos al mundo in medias res, con la historia empezada. Entramos en medio de algo y, lo que es peor para nuestros pobres egos, nos morimos in mediis rebus, con la cosa en proceso. Todo tuvo lugar sin nosotros y todo va a seguir sin nosotros.
La vida real fluye, no espera a nadie. Contar una historia con principio y fin es armar un simulacro que nos permite darle un sentido a lo que no lo tiene; es a través de la ficción como somos capaces de encapsular el caos y eso nos complace porque nos calma. Con una ajustada trama de palabras logramos reducir la escala de lo inconmensurable.
La literatura y el cine son grandes objetos creados por el hombre porque trabajan con el tiempo en sentido narrativo: tienen una linealidad que inevitablemente nos lleva hacia un cierre. Unen esos principio y fin que, como advertía Alcmeón, quieren escaparse.
Por eso nos contamos historias.
Escribir es un gesto teatral
(...) En fin, quien cuenta una historia manipula los hechos con el instrumento que tiene a mano: con encuadres, planos, música y montaje en el cine, con palabras en la literatura. Hace un objeto que no existía antes. Quien cuenta una historia con palabras elige unas por sobre cientos y miles de otras que desecha, ordena y organiza secuencialmente hechos de una manera que, al leerla, nos parece lógica, casi obvia. Como si se desprendiera de la realidad y no de la escritura.
(...) Tendemos a aceptar las capacidades de la forma para alterar el contenido mucho más con el cine que con la literatura. Sabemos que el significado de lo que vemos en pantalla se desprende de una larga serie de decisiones que termina de cristalizar como cosa dada para el espectador gracias al montaje. El arte de cortar y pegar para dar sentido es central en el lenguaje cinematográfico y se puede ver con claridad pedagógica en el célebre efecto Kuleshov.
(...) La literatura plantea desafíos diferentes porque, a priori, es un arte mucho menos artificioso que el cine. No solemos pensar en la escritura como una tecnología y así caemos en la trampa de suponer que hay una relación natural entre las palabras y las cosas, o los pensamientos, sentimientos y emociones. A diferencia del cinematográfico, el lenguaje escrito es un saber técnico que manejamos todos más o menos desde los cinco años: lo usamos para escribir oraciones en el cuaderno de Lengua, para la lista de las compras, para mandar un WhatsApp o para llenar el diario íntimo, pero no hay nada natural en el hecho de escribir. Después de todo, la humanidad tardó miles y miles de años en hacerlo.
No hay nada más tramposo que pensar “voy a contar lo que me pasó” porque lo que te pasó o lo que pensás o lo que sentís es constitutivamente indecible. En la literatura, el lenguaje escrito no funciona de manera lineal como en la comunicación, no actúa como una traducción del interior subjetivo o el mundo objetivable. Es otra cosa, un objeto de fabricación propia.
(...) Las historias no están dadas: deben ser construidas a través de una manipulación que, bien o mal hecha, puede llevarlas a la gloria o al olvido.
No imagino mayor satisfacción para quien escribe que lograr que cada lector sienta, al leer su historia, que esa es su “forma natural”. Lo que le pasó a Ana Karenina es lo que Tolstói nos dijo, Lolita no tiene existencia posible más allá de Nabokov ni Gatsby sin Fitzgerald, Marte tiene la fisonomía que le dio Bradbury. Y esto no pasa sólo con las ficciones (en definitiva, todo lenguaje es ficcional) sino con cualquier gran relato: nuestra idea del Congo es la que nos dejó Conrad, la de la historia argentina es la que imaginó Mitre, el perfil definitivo de Sinatra es el que trazó Talese, el emperador Adriano es el que construyó Yourcenar.
En 1916, el ruso Kuleshov vio una película tan bien hecha que se dedicó a diseccionarla, fotograma a fotograma, cambiando el orden de las escenas para experimentar y ver qué otros sentidos posibles se desprendían a partir de una disposición distinta de los elementos.
Si, como dice Vargas Llosa, entre los hechos y las palabras que usamos para contarlos hay una distancia, entre el tiempo real y el de los relatos hay un abismo. El tiempo ficcional, el de toda escritura, es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos. Es como el montaje cinematográfico, una máquina narrativa donde el pasado puede ser posterior al presente, donde el tiempo es capaz de detenerse, dilatarse o contraerse, puede discurrir circularmente hacia el comienzo o ser un eterno presente capaz de contar una vida entera en un viaje de tres horas por la autopista hacia una quinta del conurbano.
El efecto Kuleshov está desarrollado en un comentario de Francisco Noriega. En el comienzo de esa discusión Noriega dedica un buen tiempo al "plano secuencia" del cine, a propósito de la serie Adolescencia. Vale la pena verlo.
Para conocer un poco más a Calamari, este reportaje es central.
O quizá la comparación de Salinger con Hemingway.
La imagen, de Seul.


