José Antonio Zarzalejos se ocupa de las Comunidades a propósito de sus gastos. Un componente esencial que debe cambiar:
Una de las taras del Estado autonómico es que se ha gastado por las comunidades sin control alguno. El hecho de que José Antonio Monago, presidente de Extremadura, haya podido reducir de 1.600 a 200 los vehículos oficiales y de 500 a la mitad los asesores, es toda una denuncia y un ejemplo que sirve de referente: nos encontramos en todas las autonomías con gastos desmesurados, abusivos, insolidarios, mientras los suministradores padecen una mora letal en el cobro de sus facturas. Por eso, están comenzando a desaparecer, además de consejerías (27, según ABC del pasado lunes), decenas de empresas públicas, delegaciones provinciales de los gobiernos autónomos y cantidades sustanciales de gasto corriente. ¿Cómo puede soportar la opinión pública -a modo de ejemplo- que el ex presidente Barreda tuviera en los garajes de la Junta de Castilla-La Mancha un coche blindado de más de 300.000 euros?
Este tipo de gastos, tan prescindibles, se conectan con el nepotismo y el clientelismo: en las comunidades autónomas se han creado clases funcionariales que han duplicado el personal transferido del Estado, incrementando las nóminas públicas con personal de confianza y asesores de distinta condición que han hipertrofiado los presupuestos públicos autonómicos. La labor de poda por hacer es enorme pero relativamente sencilla. Debe partir de la consideración de que cada euro del contribuyente merece un respeto casi reverencial y, por lo tanto, debe administrarse con una diligencia extraordinaria. Ni un gasto innecesario ni un cargo sin función. Austeridad, en definitiva, para empezar a hablar en el gasto corriente; adelgazamiento de la estructura, después, y en ningún caso ese fenómeno despilfarrador que ha consistido en extender la administración autonómica en las diversas provincias de las comunidades mediante delegaciones que sirven de pedrea para amigos y conmilitones.
El fracaso de las autonomías en términos financieros tiene también que ver con dos hechos esenciales: la ineficacia de la oposición política en los debates presupuestarios y la subordinación al poder establecido de los órganos de fiscalización internos de las comunidades, llámense tribunales de cuentas o sindicaturas. Es, en consecuencia, el conjunto del mecanismo autonómico el que no ha funcionado en términos de racionalidad económica. Y no lo ha hecho ni en las autonomías regidas por los nacionalistas: véase el caso de Cataluña con el tripartito, cuya herencia está siendo inmanejable para CiU, el caso Pretoria o el Millet, o la trama corrupta en Álava protagonizado por el ex diputado foral y número dos del PNV, Alfredo De Miguel, trama que podría alcanzar a uno de los hijos de Xabier Arzalluz.
No hay que excluir de este pandemonio de gastos descontrolados y despilfarros, a determinadas autonomías regidas por Gobiernos del PP. El caso más evidente es el de Valencia, pero la gestión de Jaume Matas en Baleares pasará a la historia de la corrupción. ¿He dicho corrupción? Sí, porque aunque algunos o la mayoría de estos políticos no se hayan metido en el bolsillo dinero público, han consentido que se dilapide. Ahora comienza una nueva etapa de exigencia y de rigor en la que no valdrán excusas: gastar recursos públicos o invertirlos ha de constituir un acto, no sólo amparado por la ley, sino también de naturaleza democrática.
Este desorden cuasi delictivo de las cuentas públicas autonómicas está impulsando un fenómeno de recentralización: algunas comunidades no quieren nuevas transferencias del Estado. Es el caso de Murcia y Castilla-La Mancha con las de justicia; Madrid se plantea devolverlas y Aragón ya ha dicho que es mejor esperar a aumentar el patrimonio competencial de la comunidad.El efecto más corrosivo de este espectáculo lamentable: los mercados temen que cuando emerjan del todo las cuentas públicas de las comunidades españolas -que prácticamente ya asumen el 50% del gasto público- nuestro déficit sea distinto al declarado. Los mercados creen que en España se podría estar produciendo -sin el asesoramiento de banco alguno, como ocurrió en Grecia- un ocultamiento, entre negligente y doloso, del déficit real del conjunto de las Administraciones Públicas.
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