domingo, mayo 29, 2011

Cuando nada importa

Jorge Fernández Díaz, en La Nación. Cuando la conducta de los dirigentes no sólo no importa, sino que es justificada y defendida, aunque haya que mirar para otro lado ante toda clase de abusos, quedan pocas esperanzas. La sociedad política argentina marcha alegremente por el camino del infierno...

La otra noche, mientras cenábamos, un amigo que viene investigando los turbios negocios del poder cometió la imprudencia de revelar la incesante y atroz lista de corrupciones y corruptelas, pecados políticos y monumentales trapisondas soterradas que había encontrado en su largo y laborioso raid por juzgados, despachos oficiales, oficinas de negocios, archivos, balances, licitaciones públicas y testimonios secretos a lo largo del último año y medio. Luego consulté a los editores que publicarán en breve este verdadero "tanque" de la denuncia periodística y confirmé que su tirada y alcance serán espectaculares. Romperá seguramente el "mercado", como gustan decir en el mundo editorial, y se convertirá en el gran best seller de la temporada otoño-invierno. Mi amigo está agotado: escribir un libro después de una larga investigación, y hacerlo bajo toda clase de presiones, deja de cama a cualquier periodista por más atlético y valiente que sea. Al llegar a los postres me miró a los ojos y me preguntó qué creía sinceramente que pasaría. Le respondí sin pestañear: "Nada". Venderá 150.000 ejemplares, habrá muchas notas de prensa y al final no ocurrirá absolutamente nada. En la década del 90 un libro así era un acontecimiento político. Hoy un libro de denuncia es un libro de evasión, una novela policial que el lector no quiere perderse por nada del mundo, pero que utiliza para pasar un buen rato y tener algo jugoso para comentar al día siguiente.
La investigación periodística, que es un elemento fundamental de la democracia, producía en los 90 renuncias en el gabinete nacional. Eran Watergates más modestos pero igualmente letales, y no han cesado en otros países como Inglaterra, España, Italia, Alemania, ni tampoco en la cada vez más remota república de Brasil.
A la opinión pública argentina de antaño le importaba mucho la ética de sus dirigentes. Y la inmoralidad política pesaba decisivamente en las elecciones. Podrá decirse que ningún affaire logró detener el triunfo de Menem en 1995. Es verdad: muchos votantes privilegiaron la convertibilidad por encima de la moral, pero aún así lo hicieron de un modo vergonzante, bajo el resignado lema "roban pero hacen". Jamás negaron el fenómeno ni impugnaron la tarea del periodista que trabajaba para exponer las lacras del poder. Y la oposición, a su vez, lograba articularse alrededor de la transparencia y conseguía obtener muchos votos.
Hoy todo ha muerto, ya lo sé. Hoy nadie renuncia por un escándalo, y muchas veces el Gobierno incluso ni se toma el trabajo de salir a responder las acusaciones. Los ciudadanos no reclaman para que se tomen medidas ejemplares, y la Justicia -salvo excepciones- se encarga de asordinar aún más el asunto, que deriva por lo general hacia un triste silencio. Una encuesta de Poliarquía demuestra que hoy la mayor preocupación es la inseguridad, y que recién en un sexto renglón casi insignificante (3%) encontramos a la corrupción. ¿Cuándo nos quebramos moralmente los argentinos? ¿Cuándo empezamos esta etapa en la que la ética se volvió relativa? ¿Todo esto se inició en 2001, cuando la Argentina voló en pedazos? ¿Voló solamente en pedazos la economía y el sistema político, o también lo hizo la conciencia moral de la sociedad?
El menemismo, con sus aberraciones, tenía igualmente entre sus filas a militantes que no querían la corrupción. Cuando ésta quedaba expuesta, exigían a su propio gobierno que se desprendiera de los sospechosos. Hasta periodistas que participaban intelectualmente del proyecto neoliberal les daban amplio espacio a los denunciantes en sus diarios o en sus programas televisivos y radiales. El kirchnerismo, en cambio, tiene otra clase de reacción. Antes se robaba para la Corona, ahora se roba para la revolución?nacional y popular. Y salvo un fallo judicial tardío aunque tajante, nadie les exige a los involucrados que den un paso al costado. Que lo den incluso por el bien del proyecto. Aquí nadie se avergüenza. Ni siquiera el progresismo oficial, que arrió las banderas morales con las que históricamente se lo distinguía. Antes le parecía un escándalo que el gobierno peronista de los 90 intentara bloquear los organismos de control o tratara de manipular a la Justicia. Hoy le parece esencial para llevar a cabo con éxito los ideales inconclusos de la primavera camporista. Ceder entonces a la tentación "liberal" de escandalizarse por el robo les resulta un horror, los convierte en "funcionales a la derecha".
Es por eso que el caso Antonini resulta, al final, sólo una película de espías. El asunto Skanska, una novela de Grisham sin final feliz. Y los enriquecimientos ilícitos de funcionarios, los enjuagues millonarios de capitalistas amigos, el lavado de dinero, los aviones llenos de cocaína y los gastos de campaña con dinero negro, capítulos de una serie criminal y exagerada de HBO Olé.
Por eso las menciones acerca de coimas argentinas en boca de diplomáticos norteamericanos, españoles, alemanes y finlandeses reveladas por WikiLeaks no tienen el peso de aquella única y solitaria carta del Swiftgate. ¿Se acuerda? Por eso la maleta de Amira pesa mucho, mucho, muchísimo más que la grácil e inocente bolsa de Felisa.

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