Las relaciones hispano indígenas en la región fueron siempre difíciles. Aunque la fundación de la ciudad fue poco resistida, los españoles debieron emplear varios años y muchas vidas para conquistar toda la jurisdicción comprendida en el dominio de la ciudad. La conquista de los grupos nativos no sólo debió de ser progresiva sino que estuvo en serio riesgo durante el levantamiento de 1593 y especialmente durante la gran rebelión de 1630-1643. Hubo algunos movimientos posteriores entre 1657 y 1660, que no prosperaron. Recién a partir de esa fecha podemos hablar de una pacificación total del territorio (Lorandi, 1988).En estos párrafos hay muchas líneas de análisis: El modelo de administración colonial en sus principios, que otorgara mucha independencia de acción a los vecinos, dado el laxo vínculo con la corona; la antigua tradición militar de las familias de elite de la colonia, algo absolutamente generalizable; el modelo productivo, que ni aún en las escasas regiones del noroeste argentino se basaron en el trabajo directo, sino en la encomienda, la merced de tierras, y aún el esclavismo; la escasísima acumulación de riqueza que las antiguas poblaciones argentinas.
Si mencionamos la relación con los nativos, las guerras de conquista y las rebeliones es porque estos hechos constituyen la base de elaboración y de formación de la elite local como grupo de pertenencia. Las familias de la elite de fines del siglo xvii y principios del xviii son aquellas cuyos fundadores y principales miembros habían participado en la conquista de los pueblos nativos. En virtud de la acumulación de méritos y servicios a favor de la Corona, los españoles estaban en condiciones de solicitar al Rey las justas remuneraciones: las encomiendas de indios y la propiedad de la tierra. A través de las encomiendas los españoles tenían acceso a la mano de obra indígena de la que obtenían todo tipo de servicios en trabajo, tributos en hilados y una parte de lo cultivado en las tierras de comunidad de los pueblos de indios (Palomeque, 2000). Los encomenderos empleaban la mano de obra indígena para prosperar las tierras que habían inicialmente obtenido por merced real, y que con el tiempo se convirtieron en pequeñas chacras, estancias y haciendas. De este modo, aquellos que eran vecinos de la ciudad, es decir, que tenían casa poblada y familia dentro del ejido urbano, por lo general eran también encomenderos o feudatarios. Las encomiendas se heredaban de acuerdo con la ley de sucesión por dos y hasta tres vidas o generaciones. La condición de vecino y encomendero permitía a la vez el acceso a los principales oficios en el Cabildo local -órgano de gobierno municipal-, algunos de los cuales eran hereditarios. De esta manera se conectaba estrechamente el poder económico y social con el poder político. Igualmente, estos mismos personajes eran llamados a cumplir diversos oficios de administración y gobierno (jueces de residencia, visitadores, depositarios, tenientes de gobernador, etc) al tiempo que gracias a la inestabilidad de la relación con los indígenas locales todos ellos ostentaban puestos militares (desde cabo hasta general y maestre de campo).
Inicialmente, fueron 56 los vecinos que quedaron en la ciudad de La Rioja a menos de un año de su fundación. En 1620, su número ascendía a 250. Aunque no poseemos información sobre la cantidad de habitantes y vecinos de la ciudad, sabemos que siempre fue una población pequeña en comparación con ciudades vecinas de la Gobernación, como Córdoba o San Miguel de Tucumán. La ubicación periférica de La Rioja de las principales rutas comerciales, las grandes distancias, la inquietud que provocaron las rebeliones indígenas y las limitadas condiciones ecoambientales no hacían de esta jurisdicción un lugar atractivo como recepto de nuevos migrantes. De hecho, la producción local no era importante y estaba poco diversificada: los principales cultivos en oasis eran la vid, las frutas secas, trigo y maíz; el ganado menor se criaba en el oeste y el sur, restringido a las zonas con agua. La participación de la economía local en el espacio altoperuano, dominante por la extracción del mineral e integrador de la producción regional especializada en el mercado interno, fue siempre limitada. El vino riojano, el mosto y el aguardiente, competían con los producidos en Chile; el ganado, con el que se criaba en Córdoba con mejores pasturas. Sólo aquellos que estaban en condiciones de intervenir con sus productos en el mercado local y el altoperuano podían acceder a dinero en metálico para comprar bienes distintivos de la elite, cuyos precios eran muy elevados: géneros de tela de Castilla, ropa, piezas de plata y metal, muebles, armas, adornos, imágenes religiosas.
En conjunto, todos estos factores imprimieron unas especiales características a la configuración de las familias que a lo largo de tres a cinco generaciones lograron consolidarse como miembros de la elite, sorteando innumerables dificultades. Se trata de una elite de pequeñas dimensiones, diez o doce apellidos destacados, por lo general de poco caudal -no hay aquí grandes fortunas, solo uno o dos casos a principios del siglo xviii- aunque con mucho prestigio en la sangre por los méritos acumulados durante las guerras. La mayoría de ellas vivía en condiciones bastante modestas, con poca ostentacion. Los hombres de esta elite eran guerreros y descendientes de conquistadores; encomenderos, vecinos, dueños de pequeñas o medianas unidades productivas, algunos incluso propietarios de esclavos; ostentaban grados militares y oficios en el cabildo y estaban vinculados a las actividades comerciales.
De estos remotos antecedentes surgieron los hombres que tomaron la insólita decisión de gobernarse sin contar con la monarquía de la que venían, o quizá, que sólo querían que su participación fuera tomada en cuenta en un pie de igualdad.
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