Reviendo materiales relacionados con los años de auge de la edición en América, los años en que una gran parte del material en lengua castellana se originaba en Iberoamérica, especialmente en México y Argentina, dos grandes editoriales sobresalen: el Fondo de Cultura Económica en México, a partir de 1934, y EUDEBA, en Argentina, a partir de 1958. Aunque tardíamente, EUDEBA(Editorial Universitaria de Buenos Aires) se suma a ese prolongado período de publicación de autores importantes iberoamericanos y del mundo desde la América de lengua castellana. Así como Cosío Villegas fue el motor del Fondo, EUDEBA tuvo su gestor fundamental en Boris Spivakow, desde su inicio hasta el año 1966, en que un golpe de estado intervino la universidad. Spivakow junto con toda la dirección de la editorial, y todo el cuerpo de profesores, renunciaron. El mismo año, con parte de la dirección de EUDEBA, constituyó una nueva editorial (Centro Editor de América Latina), con el objetivo de ofrecer un repositorio de publicaciones de bajo costo y gran variedad de autores. Sin llegar a la riqueza del material que ofrecía EUDEBA, se propuso acercarse a ello. Por decir lo que me viene a la memoria, Kierkegaard fue editado (Memorias de un seductor), y asimismo Cortazar (El Perseguidor) o Daniel Moyano (El Monstruo y otros cuentos), así como colecciones de difusión en ciencias y matemáticas (José Babini). Y nuevamente una dictadura, peor todavía que la anterior, terminó con su trabajo, o al menos dejó su trabajo maltrecho.
Sobre este hombre, y sobre este momento, hay un artículo de 2006, publicado en La Nación y El País, de Tomás Eloy Martínez que lo describe. Leerlo también explica que la declinación de la importancia de la edición, al menos en Argentina, no se ha debido a falta de ideas o espíritu emprendedor, o a la ascención -que la hubo- de fuertes grupos europeos, sino que hubo quienes consideraban el conocimiento y la creación como enemigos. Este es el artículo de Martínez:
Conocí a Boris Spivacow, uno de los más
grandes editores argentinos –si no el más grande de todos–, hacia 1978,
mientras yo vivía exiliado en Caracas y él se exponía en Buenos Aires a
las arbitrariedades de la dictadura militar, sin preocuparse por las
consecuencias. “No tengo miedo –me dijo más de una vez–. No tendría por
qué tenerlo. ¿Acaso estoy haciendo algo malo?”
Pocos
argentinos discernían entonces con claridad qué estaba bien y qué mal, y
a miles de personas les costó la vida esa confusión en la brújula de
las certezas. Boris confiaba en sus propios valores y sabía exactamente
lo que quería: poner todas las expresiones del conocimiento y de la
imaginación al alcance del mayor número de personas. Quería educar e
informar.
En esos años de sordera y de
estulticia, tales intenciones equivalían a apuntar con un arma de
guerra a la cara de los comandantes militares. El éxito de la dictadura
se basaba en la ignorancia, en dictámenes autoritarios que nadie osaba
discutir. Con una ingenuidad de otro mundo, Boris Spivacow desafiaba al
poder todos los días, publicando más de 250 libros al año en su pequeña
empresa, el Centro Editor de América Latina.
Lo
recuerdo muy bien. Era alto, corpulento, con una inteligencia tan vivaz
y alerta que, a la menor distracción en el interlocutor, la
inteligencia volaba y había que correr para alcanzarla. Su buen humor
era inquebrantable, una incesante declaración de vida. Más de una vez,
en Caracas, mientras visitaba a su hija Silvia y a sus dos nietas,
llegaban versiones de que iban a matarlo apenas regresara a Buenos
Aires. La gente que lo quería le suplicaba que se fuera del país, pero
Boris los rechazaba con un ademán compasivo. “No podemos dejar la
cultura en las manos equivocadas –decía–. Si no hacemos algo, cuando
salgamos de esta pesadilla el país se habrá estancado en la Edad de
Piedra.”
En aquellos tiempos
enloquecidos, los escritores que vivíamos fuera de la Argentina no
entendíamos muy bien cómo Spivacow y otros intelectuales podían pensar y
expresarse sin que los destrozara la violencia de las mordazas
oficiales. Después de que el régimen desencadenó el apoyo incondicional
de muchas inteligencias que parecían independientes durante las semanas
en que la Argentina ganó la Copa Mundial de Fútbol, en 1978, terminamos
por admitir que las únicas estrategias legítimas para oponerse a la
barbarie sin exponer la vida eran callarse la boca o aludir de soslayo a
la realidad, como había dictaminado Borges en sus elogios a la censura
durante el primer peronismo.
Spivacow
no lo creía así y, a fines de 1978, cuando más tinieblas asomaban en el
horizonte, dio la única lección de dignidad y resistencia a que se haya
arriesgado alguien cuyas espaldas no estaban cubiertas por otro escudo
que el de su optimismo.
Acaso esta
historia se haya contado alguna vez, pero su hijo Miguel –con el que
hablé largamente por teléfono– ha encontrado datos nuevos que la
complementan y permiten darla a conocer como si fuera la primera vez.
En
vísperas de la Navidad de 1978, la felicidad artificial que había
deparado el campeonato mundial de fútbol estaba disipándose. La tasa de
inflación anual superaba el 160 por ciento y el producto bruto decaía a
paso firme.
Las amenazas fúnebres del
general Ibérico Saint-Jean seguían propagando el terror: “Primero vamos a
matar a todos los subversivos; después, a sus colaboradores; después, a
los simpatizantes; después, a los indiferentes, y por último, a los
tímidos”. Spivacow no era un indiferente y mucho menos tímido. Los
doscientos cincuenta libros que publicaba eran ya una sentencia.
A
eso de las nueve y media de la mañana, el 7 de diciembre de 1978, los
depósitos que el Centro Editor alquilaba en Avellaneda fueron allanados y
clausurados por inspectores municipales y por el Cuerpo de Caballería
de la región. Un mayor retirado del ejército, Héctor Gustavo de la
Serna, que actuaba como juez federal en la ciudad de La Plata, ordenó
que los libros estuvieran disponibles para un fuego purificador y
decidió el arresto de catorce peones, todo bajo la acusación de
infringir una ley, la 20.840, que castigaba a los ciudadanos que, “por
cualquier medio, intentasen alterar o suprimir el orden institucional y
la paz social de la nación”.
Esas frases consentían un delta de interpretaciones, y ninguna de ellas protegía la conciencia de los individuos.
Boris
Spivacow no durmió aquella noche. Una lectura rápida de lo que había
sucedido en los últimos treinta meses indicaba que el ejército iría a
buscarlo de un momento a otro. Su familia y quienes trabajaban con él le
perderían el rastro y quizá nadie volvería a verlo. Boris aceptó
refugiarse por unas pocas horas en la casa de sus amigos más
entrañables, Miriam Polak y David Jacovskys. Como tenía el pasaporte y
las visas en orden, a la mañana siguiente podría haber tomado el primer
avión hacia Caracas, donde vivía parte de su familia. La menor ráfaga de
sensatez le habría señalado que ése era el único camino para seguir con
vida. Para Boris, sin embargo, la seguridad y la sensatez estaban
siempre un paso atrás que las razones de conciencia.
La
imagen de los catorce peones presos lo desveló. Decidió presentarse
ante el juez al día siguiente y explicar que él era el único responsable
de que aquellos libros insumisos circularan en la Argentina. No
necesitaban sino un rehén: él mismo. Como preveía, de todos modos, que
le harían preguntas sobre circulación, facturación y almacenes cuya
respuesta desconocía, llamó a los encargados de las diversas áreas de la
editorial para preguntarles si querían acompañarlo. Todos aceptaron.
Se
encontraron a las ocho de la mañana en la esquina de Talcahuano y
Viamonte, junto a la parada del colectivo 39. La idea era llegar juntos a
Constitución y tomar el tren a La Plata. Entrarían todos en el juzgado
antes de las once. Boris llevaba un maletín con una muda de ropa,
cepillo de dientes y algunos papeles. Ya que iban a detenerlo, quería
estar preparado. Su hijo Miguel, que entonces tenía 24 años y era
médico, lo acompañaba. En buena hora, porque a doscientos metros de
Constitución ya todos los encargados los habían dejado solos. Miguel se
acuerda todavía de las frases, repetidas con idéntico temblor casi en
cada una de las paradas: “Boris, lo siento. Hasta acá llegué. Acá me
bajo”. Cuando estaban por abordar el tren, Miguel le preguntó: “Papá,
¿no tenés miedo? Todavía estamos a tiempo de volver. Todavía podés irte
del país”. “¿Y dejar que los peones se jodan? No, Miguel, para tener
valor hay que tener valores”.
Después
de tantos años, la osadía de Spivacow parece inverosímil. En el
colectivo, vivió una experiencia que evoca la sinfonía 45 de Haydn
–llamada Del adiós–, en la que avanza la música mientras cada uno de los
instrumentos va desapareciendo y callando en la oscuridad. Lo que
siguió –cuenta Miguel ahora– era impensable entonces. Boris entró en el
juzgado junto a un abogado de Banfield cuyo nombre ya nadie recuerda,
respondió a las preguntas del mayor De la Serna y, para su pasmo, antes
del mediodía salió de allí sin mella. También los catorce peones
encarcelados quedaron en libertad. Miguel, ya de regreso en Buenos
Aires, acompañó a su madre hasta La Plata en un taxi donde los dos
enfermaron de incertidumbre y de congoja. Nadie en el juzgado sabía el
destino de Boris, y durante horas anduvieron de un lado a otro
buscándolo como alucinados, hasta que al fin dieron con él donde menos
lo esperaban: en su propia casa, de regreso, indiferente ante la suerte
desatinada de aquel día.
Treinta años
después del golpe militar que sumió a los argentinos en una forma
desconocida de barbarie, la resistencia solitaria de Boris Spivacow es
una señal de que aun entonces se podía vivir en la oscuridad sin bajar
los brazos. Aun en aquel océano de indignidad, la dignidad del individuo
era posible. Sólo hacían falta coraje, voluntad, y fe en que –tal como
dijo William Faulkner en su discurso del Premio Nobel– “la inextinguible
voz de la condición humana no sólo perdurará: también prevalecerá”.© LA
NACION
Distribuido por The New York Times Syndicate (EL PAÍS, 03/04/06):
La foto, de Wikipedia: Boris Spivakow, en la revista Pajaro de Fuego nro 23 año 1980, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=4437252