Saturado de los muchos ejemplos de manipulación social y cultural del nacionalismo catalán, quise elegir este breve artículo de Mateo Cañellas Taberner, mallorquín, para difundirlo y extender una respuesta válida a la intolerancia y fanatismo que inunda todo desde la comunidad catalana. Cañellas Taberner dice lo que quieren disimular: que el rey está desnudo, por más que lo vistan de seda...
En el siglo XIX los filólogos y lingüistas consideraban el catalán como una variedad del provenzal. Así lo mantenía el célebre filólogo alemán Friedrich Christian Diez
en su “Gramática de las lenguas románicas” en 1836. Pasados 20 años, en
una segunda edición de su “Grammatik”, el lingüista catalán Badía
recuerda que Diez ya “afirmaba que el catalán no era propiamente un
dialecto del provenzal, sino más bien una lengua independiente aunque en
relación con él”. Este debate sobre la consideración de catalán no
surgió de la nada. Fue impulsado durante la “Renaixença catalana”, en
pleno romanticismo, que igualaba patria y nación a lengua.
La “Renaixença catalana” reivindicaba un supuesto pasado glorioso y antiquísimo de la nación catalana
como el resto de las diferentes naciones europeas, y así lo hizo el
catalanismo, que era cultural y político. En su igualación de nación con
lengua, usó la única denominación conocida, la de la secular lengua
lemosina. En 1833 el poeta barcelonés Buenaventura Carlos Aribau comenzaba su “Oda a la patria” así: “en lemosín sonó mi primer aliento”. Y años más tarde Manuel Milá,
se lamentaba: “¿por qué no nací en los días de los gloriosos catalanes,
cuando el habla lemosina del poder y honor fue el habla?”. Pero esta
ecuación daba como resultado político la nación lemosina, la nación
occitana. El catalanismo no podía admitir que la lengua catalana fuese un dialecto del occitano.
Admitirlo significaría que su nación era Occitania y no Cataluña. Había
que cuadrar el círculo. Ahí entró en el juego el discípulo de Diez, el
filólogo suizo Werner Meyer-Lübke.
A principios del siglo XX, Meyer-Lübke seguía manteniendo el catalán como dialecto del provenzal. Pero a partir de 1925 cambió su posición, pasando a considerar el catalán como una lengua independiente del occitano,
después de la publicación de su obra “El catalán”. Resulta del todo
curioso que este cambio de opinión se diese pocos años después que
Meyer-Lübke ingresara en la sección filológica del “Instituto de
Estudios Catalanes”, que fue en 1921.
Mientras tanto, en Madrid, seguían considerando a la lengua
mallorquina (contaba con gramática, ortografía y diccionario propios
desde el siglo XIX), a la lengua catalana y a la lengua valenciana
separadas. En 1926 el gobierno de Primo de Rivera
consideró oportuno, debido al auge literario del resto de lenguas
españolas que convivían con el castellano crear en la “Real Academia
Española” ocho nuevas plazas de numerario reservadas para los
especialistas en “las lenguas españolas distintas de la castellana (…)
dos para el idioma catalán, uno para el valenciano, uno para el
mallorquín, dos para el gallego y dos para el vascuence”.
¡Pero que iban a saber en Madrid! Cataluña ya tenía un lingüista que admitía la independencia de la lengua catalana. Sólo faltaba fagocitar las lenguas valenciana y mallorquina.
Pocos años más tarde, en mayo 1934, en Barcelona, 16 catalanes (casi
todos de Barcelona y de ocupaciones tan variadas como bibliotecario,
político, filólogo, editor, economista, escritor, profesor, periodista e
ingeniero industrial) encabezados por Pompeyo Fabra
firmaban el manifiesto anti-occitanista “Desviaciones en los conceptos
de la lengua y de la Patria” (otra vez lengua y patria iban de la mano)
que fijaba las bases del catalanismo, tanto lingüístico como político:
“Nuestra patria, para nosotros, es el territorio donde se habla la
lengua catalana (…) compuesta de cuatro grandes regiones: Principado,
Valencia, Baleares y el Rosellón”.
El Manifiesto además de separar la lengua catalana de la lengua occitana establecía la supremacía de la lengua catalana sobre las reconocidas, hasta el momento, lenguas valenciana y mallorquina,
ya que dentro del marco de la secular y original lengua lemosina, los
firmantes barceloneses, no admitían “en un mismo pie de igualdad el
valenciano y el catalán, el lemosín y el provenzal, el gascón y el
mallorquín”. La fagocitación de la lengua mallorquina por la catalana, a
diferencia de la valenciana, resultaba bastante sencilla, ya que la mayoría de los integrantes de la clase cultural de Baleares estaban supeditados culturalmente a Cataluña.
Y eso se debía a la inexistencia de una Universidad Balear, lo que
obligaba a los poetas, literatos y escritores de Baleares a terminar su
formación académica en la Península, básicamente en Barcelona, ciudad de
nuevos aires “renaixentistes”.
En Baleares no eran conscientes de la que se avecinaba. A
finales del siglo XIX, como era de esperar el influjo catalanista llegó
al archipiélago de la mano de aquellos poetas y literatos totalmente
supeditados a Cataluña como Mariano Aguiló y sus discípulos Tomás Forteza y José Tarongí, que abogaban por una lengua catalana culta, exenta de dialectalismos. Aun así los principales autores mallorquines seguían considerando la lengua mallorquina distinta de la catalana (Pedro de Alcántara Peña:
“no tan solo no es dialecto de la catalana sino que es un idioma
diferente de ella”) y continuaban produciendo sus obras en lengua
mallorquina (Ildefonso Rullán: “L’enginyós hidalgo Don Quixote de la Mancha (…) y traduit ara en mallorquí sa primera vegada”; Tomás Aguiló: “Poesies fantàstiques en mallorquí”; Gabriel Maura: “Aigoforts”, “Ses paparrines”).
Inevitablemente el catalanismo llegó a Baleares. Pero por suerte, ya en el siglo XX, los poetas y escritores de la denominada “Escuela Mallorquina” (Miguel de los Santos Oliver, Juan Alcover, Miguel Costa, María Antonia Salvá, Lorenzo Riber [ocupó la silla de la lengua mallorquina de la Real Academia], Miguel Ferrá, Miguel Forteza, Juan Pons, Guillermo Colom…) y sobre todo, Antonio M. Alcover, aunque se postulaban por la unidad de la lengua catalana, reclamaban situar al mallorquín y al catalán en un mismo plano de igualdad.
A pesar de ser catalanistas (pero dejando de lado el cariz político del
catalanismo), también eran mallorquinistas (su mallorquinismo se
caracterizaba por la defensa de la personalidad mallorquina y las
consecuentes loas y alabanzas a la tierra mallorquina, a su historia, a
sus tradiciones y a sus reyes privativos). Todo lo contrario a los pancatalanistas baleáricos del siglo XXI.
Un
caso paradigmático fue Alcover, que pasó de acérrimo catalanista (fue
el promotor del “Primer Congreso Internacional de la lengua catalana” en
1906) al conflicto y a la ruptura con el ingeniero industrial y
lingüístico Fabra (Alcover cambió el nombre de su “Diccionario de la lengua catalana” por “Diccionario catalán-valenciano-balear”).
Y eso fue, tal como denunciaba Alcover, “por no haber querido hacer la
lengua mallorquina esclava del habla barcelonesa” y, sobre todo, “por haber defendido siempre la ‘personalidad lingüística de Mallorca’” frente al rodillo pancatalanista.
Durante la II República, en Mallorca también se unió la lengua y la política, cuando los literatos Juan Luis Estelrich y Juan Pons
se apuntaron a la aventura del Anteproyecto del Estatuto de Autonomía
1931. Durante las negociaciones del frustrado Estatuto, debido a la
politización de la lengua, surgieron importantes discrepancias con otros
ponentes pancatalanistas, como el poeta Gabriel Alomar (en las filas de la “Unión Socialista de Cataluña”), que defendía la integración de Baleares en Cataluña
(“las Islas Baleares (…) no han llegado a la madurez política ni a la
cohesión necesaria, en mi concepto, para tener un Estatuto propio y, en
cambio toda su tradición cultural, idiomática e histórica las impele a
unirse a Cataluña”). Una respuesta clara y acertada se la dio el
escritor Lorenzo Villalonga: “sabe Mallorca que, de unirse a Cataluña, sería absorbida por ésta. En su flamante afán nacionalista, Cataluña, mucho más que Castilla, tendería a anularnos”. La guerra civil y la dictadura de Franco fueron un paréntesis de 40 años en que el debate quedó aparcado.
Con
el advenimiento de la democracia se retomó la “cuestión de la lengua”
(todavía sin politizar del todo), aunque el eterno debate ya había
comenzado en 1972, entre los defensores de la lengua mallorquina, que no
cuestionaban la unidad de la lengua catalana, (el magistrado José Zaforteza [bajo el pseudónimo “Pep Gonella”], Luis Ripoll…) y los defensores de la uniformización del catalán desde Barcelona (Francisco de B. Moll, José M. Llompart…). Ni se les pasaba por la cabeza la creación de una Academia mallorquina o balear de la lengua como se hizo en Valencia (la valenciana se fundó en 1998 y además desde 1915 existía la “Real Academia de Cultura Valenciana”).
Las
mentes subordinadas intelectualmente a Cataluña de la mal llamada “Obra
Cultural Balear” (www.ocb.cat; presidida en esa época por José M.
Llompart) presionaban políticamente para ejecutar en Baleares el mandato
del Manifiesto barcelonés de 1934: establecer la supremacía
del dialecto barcelonés sobre el resto. En marzo de 1977 la OCB.cat
junto a las fuerzas de izquierdas de Baleares presentaron el
“Anteproyecto de Estatuto de autonomía para Mallorca, Menorca, Ibiza y
Formentera”, más conocido como “Estatuto de Cura” (se unió la política y
la lengua, y no precisamente la mallorquina). Entre sus
principales puntos estaban el derecho de autodeterminación, la bandera
catalana de las cuatro barras (usurpada a Aragón con el estatuto de
autonomía catalán de 1979), la oficialidad de la lengua catalana y la
posibilidad de federación entre los supuestos “Países Catalanes”.
A
pesar de la presión pancatalanista el punto de partida fue la posición
defendida por Alcover, la “Escuela Mallorquina” y Zaforteza (el absoluto
respeto a la “personalidad lingüística de Baleares”). Una postura sin
politizar bastante aceptable visto el punto al que actualmente se ha
llegado. Se trataba del llamado “Decreto de bilingüismo” de 1979
“por el que se regula la incorporación al sistema de enseñanza en las
islas Baleares de las modalidades insulares de la lengua catalana y de
la cultura a que han dado lugar”. En él se explicaba cómo “en las islas
Baleares es tradicional y normal el uso cotidiano entre sus habitantes
del mallorquín, menorquín e ibicenco”. Pero el paso más importante para el catalanismo ya estaba hecho, el nombre de la lengua de Baleares era el de lengua catalana.
El decreto fue impulsado por el consejero de cultura del preautonómico Consejo General Interinsular, el abogado José Francisco Conrado de Villalonga. En una entrevista del año 2002 confesó que “para
redactar el decreto me fui dos días, a Menorca, a un hotel, y tomé la
decisión de que se había de denominar la lengua como catalana”.
Curiosamente, en 1990 fue nombrado Delegado General de la Caja de
Ahorros y Pensiones de Cataluña y Baleares (actual Caixabank). ¿Otra
coincidencia como la del suizo Meyer-Lübke?
Con el precedente del
pancatalanista “Estatuto de Cura” y del glotónimo catalán impuesto por
Conrado, la pobre oposición argumentativa de los diputados y senadores
del grupo popular, permitió que el grupo socialista, representado por el
“científico” y profesor de EGB Jaime Ribas (“hablar de
lengua propia de las Islas Baleares, para nosotros sería reconocer un
hecho acientífico que de ningún modo vamos a aceptar”), impusiera la denominación política de lengua catalana en el Estatuto
(el caballo de Troya catalanista), sin siquiera hacer referencia a los
seculares y tradicionales nombres de mallorquín, menorquín e ibicenco
(lo importante era un nombre único, catalán).
Con el Estatuto catalanista, la secular lengua mallorquina quedó relegada a ser una de “las modalidades insulares del catalán”,
que según su artículo 14 “serán objeto de estudio y protección”. En
casi 40 años de Estatuto “las modalidades” siguen en el olvido, ni se
estudian ni se protegen. Al paso que vamos “serán objeto de estudio”
cuando ya sean fósiles lingüísticos; vamos, unos trilobites.
El catalanismo, además de ganar por goleada la batalla de la lengua, hizo lo propio en la batalla de la bandera. Aunque no pudo imponer en Baleares la cuatribarrada, porque ya se la había apropiado Cataluña en 1979, nos obsequió con el “invento” de la bandera de Baleares, sin ninguna clase de tradición. Con el “invento” se
anulaba cualquier reivindicación de la dinastía privativa y de la
secular diferenciación del antiguo Reino de Mallorca en el seno de la
monarquía aragonesa y luego en la española.
Así fue como después de la dictadura franquista nos robaron nuestros
seculares colores otorgados por nuestros reyes, nuestra lengua
mallorquina (trilobites) y nuestros reyes privativos, además de a Ramón Llull
(ahora apóstol de la lengua catalana). Con un Estatuto vacío de
contenido todo estaba listo para la captura de voluntades: las jugosas
subvenciones procedentes de la Generalidad de Cataluña. Como decía Quevedo: “Poderoso caballero es don Dinero. Madre, yo al oro me humillo, él es mi amante y mi amado”.
Con el nacionalismo no hay nada que se pueda hablar, sea con su matriz catalana, o con sus satélites subordinados en Valencia (Compromis) o en Baleares. Lo único posible con ellos es restarles representación, no votarlos, sacarlos de las instituciones. En Valencia se ha visto claramente cómo actúan de engranajes de la Generalidad catalana, oponiéndose a iniciativas claves valencianas que perjudican a Cataluña (el puerto, especialmente).
Lo que resulta imperdonable es la colaboración socialista en la entrega de fondos a cualquier asociación cultural y política que trabaje a favor de Cataluña, usando dinero valenciano para convertir a los propios valencianos en dependencia del nacionalismo. Ojalá que el creciente descrédito de estos soberbios prepotentes estimule al socialismo a rectificar sus planes.
Las sociedades, la evolución de una comunidad no se rige por decretos y mentiras de la elite cultural. La realidad es tozuda, y marcha por su propio cauce, y dura centurias. Y a cada uno lo pone en su lugar.