domingo, julio 17, 2022

Orwell, Bernanos, Weil


Orwell. Bernanos, Weil...¿ Qué tienen en común estos tres nombres? La guerra civil española, la decepción, el bajar de las palabras a la cruda realidad. El haber estado, sin nadie que se lo contara. 

Hubo un momento en que la guerra civil tuvo un halo de romanticismo, en que apoyar al bando republicano era revolucionario y antifascista. Miles de intelectuales de izquierda se inscribieron en las filas republicanas y viajaron "a matar fascistas" desde múltiples sitios de Europa u América , como dijo Orwell, o como se proponía Weil al entrar a España. Esa adhesion por afiliación política o ideológica nunca funciona, porque la distancia entre las motivaciones reales e históricas de un pueblo o nación están muy lejos de la vivencia y entorno de esta militancia por simpatía ideológica.

Resulta chocante y contradictorio ver la cara de orgullo de Simone Weil con su uniforme y su arma de la tropa de CNT, al comparar estas imágenes con sus conclusiones maduradas después de sólo un par de meses "en el campo".

Más aún, esta adhesión externa e ideológica, ajena a las motivaciones profundas de la sociedad afectada, sólo pueden generar máquinas insensibles de matar, quemar, y también robar o violar, cuando se trata de aquellos militantes duros y experimentados; o generar soldados dispuestos a retirarse del campo de batalla en el menor tiempo posible. Orwell salió en seis meses, Weil en dos, Me pregunto cuál es la proporción de sobrevivientes en las brigadas internacionales, comparadas con la supervivencia de los soldados republicanos o nacionales nativos españoles.

El caso de Bernanos es distinto, ya que sus expectativas estaban puestas en el bando Nacional, desde un punto de vista católico, y con alguna adhesión a José Antonio Primo de Rivera, Sin embargo, su decepción fue paralela a la de Orwell y Weil, y de hecho así lo reconoce Simone Weil en la carta que le dirigió a Bernanos, y que él siempre llevó consigo. No hay esperanza ni confianza en sus conclusiones (las de todos) después de haber estado cerca del desastre.

Georges Bernanos, viviendo en Mallorca, escribió "Los grandes cementerios bajo la luna". Su decepción pasa de generales y políticos cínicos dispuestos a cambiar de bando según sople el viento, hasta la dirigencia católica dispuesta a bendecir una carnicería:

Yo vi, viví en España el periodo prerrevolucionario. Lo viví con un puñado de jóvenes falangistas, honrados y valientes. Aunque no estaba del todo conforme con su programa, notaba que a ellos y a su jefe les embargaba un violento sentimiento de justicia social. Afirmo que su desprecio por el ejército republicano y sus estados mayores, traidores a su rey y a su juramento, no era menor que su justa desconfianza hacia un clero experto en chanchullos y apaños electorales con la pantalla de Acción Popular y por persona interpuesta, el incomparable Gil Robles. ¿Qué fue de estos muchachos?, os preguntaréis. Dios mío, os lo diré. La víspera del pronunciamiento no había más de quinientos en Mallorca. Dos meses después eran quince mil, gracias a un reclutamiento desvergonzado, organizado por militares interesados en destruir el Partido y su disciplina. Bajo la dirección de un aventurero italiano llamado Rossi, la Falange se había convertido en una policía auxiliar del Ejército a la que se encomendaba sistemáticamente el trabajo sucio, en espera de que sus jefes fueran ejecutados o encarcelados por la dictadura y sus mejores elementos despojados de sus uniformes e incorporados a la tropa (...)
Llevábamos semanas esperando, sin creerlo, el golpe de mano anunciado por Primo de Rivera. ¿Qué cabía esperar de los militares? El ejército español, principal autor y beneficiario único del tremendo desbarajuste marroquí, rigurosamente expurgado de sus elementos reaccionarios, gobernado por logias masónicas de oficiales contra las que ya se había quebrado la voluntad del primer Primo, era además violentamente anticlerical. (Lo sigue siendo, como casi toda la población masculina de España y se verá, seguramente, en un futuro próximo). Todavía hoy pienso con amargura que con un poco menos de respeto por las vidas humanas, por las vidas españolas (respeto tradicional en los Borbones), Alfonso XIII habría ahorrado a su país un calvario atroz aunque solo fuera llevando al paredón al general Sanjurjo que, contra todo pronóstico, le negó el apoyo de la Guardia Civil, dando una puñalada por la espalda a la Monarquía. Nada me impedirá tampoco lamentar que no se tomara una medida semejante con el aviador comunista Franco, cuya propaganda había desmoralizado a un cuerpo considerado hasta entonces fiel, y que, disfrazado de fascista, ayer todavía comandaba la base aérea de Palma (...)
En Mallorca, como no hubo actos criminales, solo pudo ser una depuración selectiva, un exterminio sistemático de sospechosos. La mayoría de las condenas legales impuestas por los tribunales militares mallorquines —luego hablaré de las ejecuciones sumarias, mucho más numerosas— solo sancionaron el crimen de «desafección al movimiento salvador», expresada con palabras o incluso con gestos. Una familia de cuatro personas, de excelente burguesía, el padre, la madre y sus dos hijos de dieciséis y diecinueve años, fue condenada a muerte por el testimonio de una serie de personas que aseguraban haberles visto aplaudir, en su jardín, al paso de unos aviones catalanes. La intervención del cónsul estadounidense salvó la vida a la mujer, que era de origen puertorriqueño (...)
No, las derechas españolas no fueron tan estúpidas. Hasta el último momento se declararon contrarias a toda clase de violencia. La Falange, convicta de purgar a sus adversarios con aceite de ricino, todavía el 19 de julio de 1936 estaba tan mal vista que cuando la misma mañana del golpe de estado mataron casi delante de mí a un joven falangista de diecisiete años apellidado Barbará, el personaje al que las conveniencias me obligan a llamar Su Ilustrísima, el obispo de Mallorca, después de pensarse mucho si este violento merecía exequias religiosas —el que a hierro mata a hierro muere—, se conformó con prohibir que sus sacerdotes se presentaran en el oficio con sobrepelliz. Seis semanas después, cuando llevaba a mi hijo en moto a los puestos avanzados, me encontré al hermano del muerto tendido en la carretera de Porto Cristo, ya frío, bajo un sudario de moscas. La antevíspera los italianos habían sacado de la cama en medio de la noche a doscientos vecinos de este pueblo cercano a Manacor, considerados sospechosos, les habían llevado por hornadas al cementerio, les habían ejecutado con un tiro en la cabeza y habían quemado los montones de cadáveres cerca de allí. El personaje a quien las conveniencias me obligan a llamar obispo-arzobispo había mandado al lugar a uno de sus curas que, chapoteando entre la sangre, impartía absoluciones entre descarga y descarga. No me extiendo más sobre esta función religiosa y militar para no herir, en lo posible, la susceptibilidad de los heroicos contrarrevolucionarios franceses, sin duda hermanos de los que vimos, mi mujer y yo, huir de la isla a la primera amenaza de una hipotética invasión, como cobardes. Me limito a observar que esta matanza de miserables indefensos no arrancó ni una palabra de condena, ni siquiera la más inofensiva reserva de las autoridades eclesiásticas, que se conformaron con organizar procesiones de acción de gracias. Como podéis suponer, a esas alturas cualquier alusión al aceite de ricino se habría considerado inoportuna. Al segundo Barbará le hicieron exequias solemnes, el ayuntamiento decidió dar el nombre de los hermanos a una de sus calles y la nueva placa fue inaugurada y bendecida por el personaje a quien las conveniencias me siguen obligando a llamar Su Ilustrísima el obispo-arzobispo de Palma.

En Los grandes cementerios bajo la luna, primera edición en 1938

Al hombre que escribía esto, Simone Weil le dirije su conocida carta. Sigue lo fundamental:

(...) Yo no soy católica, aunque —lo que voy a decir parecerá presuntuoso a cualquier católico, dicho por un no católico, pero no me puedo expresar de otra manera— nada católico, nada cristiano me haya parecido nunca ajeno. A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel diciendo que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a tal o cual suma, poco elevada, yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías se han dirigido hacia los grupos que se identificaban con las capas despreciadas de la jerarquía social,  hasta que he tomado conciencia de que tales grupos son de una naturaleza que hace extinguirse cualquier simpatía.

El último que me había inspirado alguna confianza era la CNT española. Había viajado un poco por España antes de la guerra civil; muy poco, pero lo suficiente para sentir el  amor que es difícil no experimentar hacia ese pueblo; yo había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y sus defectos, de sus aspiraciones más legítimas y de las menos legítimas. La CNT, la FAI eran una mezcla asombrosa, donde se admitía a cualquiera, y donde, en consecuencia, se podría encontrar inmoralidad, cinismo, fanatismo, crueldad, pero también amor, espíritu de fraternidad y, sobre todo, la reivindicación del honor tan hermosa entre los hombres humillados; me parecía que aquellos que iban allí animados por un ideal prevalecían sobre aquellos a los que impulsaba la violencia y el desorden.

En julio de 1936 yo estaba en París. No me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha provocado más horror que la guerra es la situación de los que se encuentran en retaguardia. Cuando comprendí que,  a pesar de  mis  esfuerzos,  no podía dejar de  participar  moralmente en esa guerra, es decir, desear todos los días, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de los otros, me dije que París era para mí la retaguardia, y tomé el tren para Barcelona con la intención de comprometerme. Era a principios de agosto de 1936.

Un accidente me hizo abreviar forzosamente mi estancia en España. Estuve algunos días en Barcelona, después en pleno campo aragonés, junto al Ebro, a una quincena de kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar en que recientemente las tropas de Yagüe han pasado el Ebro.  Después en el palacio de Sitges transformado en hospital; después nuevamente en Barcelona; en total, aproximadamente dos meses. Dejé España a mi pesar y con la intención de regresar; más tarde, voluntariamente no he hecho nada. No sentía ya ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era ya, como me había parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios terratenientes y un clero cómplice de los propietarios, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.

He conocido ese olor de guerra civil, de sangre y de terror que desprende su libro; lo había respirado. No he visto ni oído nada, debo decirlo, que alcance la ignominia de algunas historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos a golpes de garrote. Sin embargo, lo que oí bastaba. Estuve a punto de asistir a la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me preguntaba si simplemente iba a mirar o haría que me fusilaran al tratar de intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.

Cuántas historias se agolpan bajo mi pluma… Pero sería demasiado largo; ¿y para qué? Una sola bastará. Estaba en Sitges cuando llegaron, vencidos, los milicianos de la expedición de Mallorca. Habían sido diezmados. De cuarenta muchachos jóvenes que habían salido de Sitges, habían muerto nueve. Sólo se supo a la vuelta de los otros treinta y uno. La misma noche siguiente se hicieron nueve expediciones punitivas, se mató a nueve fascistas, o supuestamente tales, en esta pequeña ciudad donde, en julio, no había pasado nada. Entre esos nueve, un panadero de unos treinta años, cuyo crimen era, me dijeron, haber pertenecido a la milicia de los «Somatén»; su anciano padre, del que era hijo único y el único sostén, se volvió loco.

Otra: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países cogió, después de una escaramuza, a un joven de quince años que combatía como falangista. Nada más ser cogido, temblando por haber visto cómo morían sus camaradas junto a él, dijo que se le había enrolado a la fuerza. Se le registró, se le encontró una medalla de la Virgen y un carné de falangista. Se le envió a Durruti, jefe de la columna, que tras haberle expuesto durante una hora las bellezas del ideal anarquista le dio la elección entre morir y enrolarse inmediatamente en las filas de aquellos que lo habían hecho prisionero, contra sus camaradas de la víspera. Durruti dio al muchacho veinticuatro horas de reflexión; al cabo de veinticuatro horas, el chico dijo no y fue fusilado. Durruti era, sin embargo, en algunos aspectos, un hombre admirable. La muerte de este joven héroe no ha dejado nunca de pesar sobre mi conciencia, aunque no lo haya sabido sino después.

Y esto otro: en una aldea que rojos y blancos habían tomado, perdido, retomado, vuelto a perder, no sé cuántas veces, los milicianos rojos, habiéndola vuelto a tomar definitivamente, encontraron en las cuevas un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro jóvenes. Razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos hemos retirado, han permanecido aquí y han esperado a los fascistas, es que son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron inmediatamente, después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos.

Una última historia, ésta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; a uno se le mató en el sitio, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después se dijo al otro que podía marcharse. Cuando estaba a veinte pasos, se le abatió. El que me contaba la historia se asombró mucho de no verme reír.

En Barcelona se mataba como media, en forma de expediciones punitivas, a una cincuentena de hombres por noche. Proporcionalmente, era mucho menos que en Mallorca, puesto que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes; por otra parte, se desarrolló allí durante tres días una sangrienta batalla callejera. Pero tal vez las cifras no sean lo esencial en semejante materia. Lo esencial es la actitud con respecto al hecho de matar a alguien. Ni entre los españoles, ni siquiera entre los franceses llegados, sea para combatir, sea para darse un paseo —estos últimos con mucha frecuencia intelectuales blandos e inofensivos—, he visto nunca expresar, ni siquiera en la intimidad, la repulsión, el desagrado ni tan sólo la desaprobación por la sangre vertida inútilmente. Usted habla de miedo. Sí, el miedo ha tenido una parte en esas matanzas; pero allí donde yo estaba no he visto la parte que usted le atribuye. Hombres aparentemente valientes —de uno de ellos, al menos, he constatado personalmente su valor— contaban con una sonrisa fraternal, en medio de una comida llena de camaradería, cómo habían matado a sacerdotes o a «fascistas», término muy amplio.

En cuanto a mí, tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin arriesgarse a un castigo ni reprobación, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a aquellos que matan. Si por casualidad se experimenta primero cierto desagrado, se calla y pronto se lo sofoca por miedo a parecer que se carece de virilidad.

Hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte. He encontrado en cambio franceses pacíficos, que hasta ese momento yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido ir por sí mismos a matar, pero que se sumergían en esa atmósfera impregnada de sangre con un visible placer. Nunca podré sentir por ellos, en el futuro, ninguna estima.

Una atmósfera así borra pronto el objetivo mismo de la lucha. Pues no se puede formular el objetivo más que reconduciéndolo al bien público, al bien de los hombres, y los hombres tienen  un valor nulo. En un país en que los pobres son, en su gran mayoría, campesinos, el mayor bienestar de los campesinos debe ser un objetivo esencial para todo grupo de extrema izquierda; y esta guerra fue tal vez, ante todo, al principio, una guerra por y contra la repartición de tierras. Y bien, esos míseros y magníficos campesinos de Aragón, tan dignos bajo las humillaciones, no eran para los milicianos siquiera un objeto de curiosidad. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad —al menos yo no vi nada de eso, y sé que robo y violación eran merecedores, en las columnas anarquistas, de pena de muerte— un abismo separaba a los hombres armados de la población desarmada, un  abismo semejante al que separa a los pobres y a los ricos. Se sentía en la actitud siempre algo humilde, sumisa, temerosa de unos, en la soltura, la desenvoltura, la condescendencia de los otros. Se parte como voluntario, con ideas de sacrificio, y se cae en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con muchas crueldades de más y el sentido del respeto debido al enemigo de menos.

Podría prolongar indefinidamente estas reflexiones, pero debo limitarme. Desde que estuve en España, oigo, leo todo tipo de consideraciones sobre España, y no puedo citar a nadie, aparte de usted, que se haya sumergido, que yo sepa, en la atmósfera de la guerra española ,y lo haya  resistido. Usted es monárquico, discípulo de Drumont: ¿qué me importa? Usted me es más cercano, sin comparación, que mis camaradas de las milicias de Aragón, esos camaradas a los que, sin embargo, yo amaba. (...)

En Carta a Georges Bernanos, fechada probablemente en 1938

Finalmente, de Orwell se ha hablado antes, y a sus artículos sobre España remito. Pero algunas observaciones suyas son pertinentes. Como Weil, Orwell tenía cierta cercanía con el anarquismo español, y evidentemente se equivocó en cuanto a una solución negociada entre los bandos de la guerra de España, pero fuera de eso, acierta, y en su acierto también está la razón por la que no fue necesario negociar: el bando republicano cavó su tumba:

(...) El hecho que estos periódicos [los ingleses News Chronicle, Daily Worker] han ocultado con tanto esmero es que el gobierno español (incluyendo el gobierno semiautónomo catalán) le tiene mucho más miedo a la revolución que a los fascistas. Ahora parece ya casi seguro que la guerra terminará con algún tipo de pacto, y existen incluso motivos para dudar que el gobierno, que dejó caer Bilbao sin mover un dedo, quiera salir demasiado victorioso; pero no cabe ninguna duda acerca de la minuciosidad con la que está aplastando a sus propios revolucionarios. Desde hace algún tiempo, un regimen de terror-la supresión forzosa de los partidos políticos, la censura asfixiante de la prensa, el espionaje incesante y los encarcelamientos masivos sin juicio previo- ha ido imponiéndose. Cuando dejé Barcelona a finales de junio, las prisiones estaban atestadas; de hecho, las cárceles corrientes estaban desbordadas desde hacía mucho, y los prisioneros se apiñaban en tiendas vacías y en cualquier otro cuchitril provisional que pudiera encontrarse para ellos. Pero la clave aquí es que los presos que están ahora en las carceles no son fascistas, sino revolucionarios; que no están ahí porque sus opiniones se sitúen demasiado a la derecha, sino porque se sitúan demasiado a la izquierda. Y los responsables de haberlos recluído ahí son esos terribles revolucionarios (...) los comunistas.

Mientras tanto, la guerra contra Franco continúa, aunque, con la excepción de esos pobres diablos que están en las trincheras del frente, nadie en el gobierno de España la considera la guerra de verdad, La lucha de verdad es entre la revolución y la contrarevolución, entre los obreros que tratan de aferrarse a algo de lo que conquistaron en 1936 y el bloque liberal-comunista, que con tanto éxito está logrando arrebatárselo.

(En Ensayos, Descubriendo el pastel español, 1937)

 Todos ellos aprendieron lo que se vendría, lo que sucedería a continuación, todos tuvieron que afrontar la hecatombe que abarcó al mundo poco después. Weil no vió el desenlace del nazismo, (muere en 1943, de tuberculosis), y Bernanos (1948) y Orwell (1950) lo sobreviven brevemente, para prefigurar la nueva amenaza,  que aún hoy está vigente: La Rusia y su socio de camino, China.

No hay comentarios: