martes, julio 26, 2022

Cortázar y el error latinoamericano


 En el libro comentado antes, en el mismo capítulo que recoge un diálogo de 1999, "el público" pregunta por qué no se ha hablado de Julio Cortázar durante su desarrollo y la respuesta de Piglia y Saer es lapidaria, quizá la respuesta de una generación. Comienza Piglia:

 (...) es cierto que Cortázar podría ser un escritor para discutir este problema a fondo, porque las adhesiones políticas que Cortázar tomó en relación con la Revolución Cubana y en relación con la Revolución Sandinista le produjeron una serie de conflictos en relación con su propia poética. Sería el caso de un escritor cuya poética no está a la altura de lo que sus aliados políticos le piden. De ahí que todas las posiciones públicas de Cortázar en relación con la literatura son defensivas. El dice: << Bueno, se puede hacer literatura fantástica y ser un hombre de izquierda.>> Está todo el tiempo tratando de encontrar una explicación porqué su poética no coincidía con la que postulaban sus aliados, los populistas cubanos y los populistas nicaragüenses, que de un modo implícito estaban diciendo que la literatura de Cortázar era elitista, que no era para las masas. Una situación dramática para Cortázar, porque era un hombre con una ética personal fantástica, que se enfrentó con la dicotomía entre lo que hacía y había hecho siempre y lo que los aliados políticos definían como modelo de literatura...

En fin...desde su nacimiento, la "nueva novela latinoamericana" fue cortejada por Cuba y apoyada a través de los premios, estímulos y publicaciones de la Casa de las Américas, estableciendo un camino de entrada en toda América Latina para el comunismo cubano y sus soportes rusos y luego chinos. Y Cortázar fue uno de sus sostenedores, desagradable de ver por su anuencia cuando ya había razones para tomar distancia. No se guardará recuerdo de Cortázar por sus trabajos más "comprometidos", sino por aquellos en que no se subordinó a ellos.

Esos lazos persisten en muchos intelectuales americanos (y europeos), aún cuando esos gobiernos se han convertido en dictaduras que practican el fascismo más crudo, como se pudo ver en las revueltas cubanas de hace poco más que un año.

La foto, de La Vanguardia, 4-06-2021. Tomada en 1972, en una cena por el premio Barral de novela de ese año.

lunes, julio 25, 2022

Los periodistas y los escritores

 De una conversación entre Ricardo Piglia y Juan José Saer, en 1999, recogida en el libro "Por un relato futuro", en el capítulo Literatura y política hoy:

(...) yo diría que quizás estábamos más tranquilos cuando había una cultura oficial y una cultura alternativa. Entre 1960 y 1975 pensábamos que estábamos construyendo una cultura alternativa que estaba ligada a una política alternativa, y teníamos nuestras revistas, nuestras editoriales, nuestro sistema de circulación. En ningún momento circulábamos por los espacios por los que circulaba la cultura hegemónica. Eso cambió con la dictadura y en la transición democrática los periodistas se convirtieron en los intelectuales de la sociedad. Es triste y es cómico, pero más triste todavía es ver cómo los intelectuales se esmeran en hablar como los periodistas y se vuelven, como decirlo, idiotas. Parece que hoy estamos todos en el campo de la cultura hegemónica. Saer pasa por la televisión, todos nosotros alguna vez pasamos por la televisión. Lo que está surgiendo ahora es una estrategia de intervención rápida en los medios. Hay que buscar formas para que la televisión se vea obligada a adaptarse a la cultura y no como sucede ahora, que todo se trivializa porque los intelectuales parecen entusiasmados por la triste oportunidad de adaptar la cultura a la televisión.

Era el año 1999 y Argentina llevaba varios años de sucesiones presidenciales mediante el voto. Lo menciona Piglia en otro momento de la conversación. Sin embargo, poco duraría...el presidente De La Rua duraría de diciembre de 1999 a diciembre de 2001, habrían otros dos presidentes en pocos días, y otros dos encargados del poder ejecutivo entre sus alternancias. Y todo cerrado con otros doce años de populismo. Y eso,  cerrando los ojos a los "detalles" de esas alternancias democráticas, y al hecho de que gobiernos militares fueron varios, no uno. Uno, si consideramos que Argentina renace en 1983, y antes no tenía historia.

Lo que sí se ha mantenido, probablemente, es su visión del periodismo.  ¿Válido sólo para Argentina?


domingo, julio 17, 2022

Orwell, Bernanos, Weil


Orwell. Bernanos, Weil...¿ Qué tienen en común estos tres nombres? La guerra civil española, la decepción, el bajar de las palabras a la cruda realidad. El haber estado, sin nadie que se lo contara. 

Hubo un momento en que la guerra civil tuvo un halo de romanticismo, en que apoyar al bando republicano era revolucionario y antifascista. Miles de intelectuales de izquierda se inscribieron en las filas republicanas y viajaron "a matar fascistas" desde múltiples sitios de Europa u América , como dijo Orwell, o como se proponía Weil al entrar a España. Esa adhesion por afiliación política o ideológica nunca funciona, porque la distancia entre las motivaciones reales e históricas de un pueblo o nación están muy lejos de la vivencia y entorno de esta militancia por simpatía ideológica.

Resulta chocante y contradictorio ver la cara de orgullo de Simone Weil con su uniforme y su arma de la tropa de CNT, al comparar estas imágenes con sus conclusiones maduradas después de sólo un par de meses "en el campo".

Más aún, esta adhesión externa e ideológica, ajena a las motivaciones profundas de la sociedad afectada, sólo pueden generar máquinas insensibles de matar, quemar, y también robar o violar, cuando se trata de aquellos militantes duros y experimentados; o generar soldados dispuestos a retirarse del campo de batalla en el menor tiempo posible. Orwell salió en seis meses, Weil en dos, Me pregunto cuál es la proporción de sobrevivientes en las brigadas internacionales, comparadas con la supervivencia de los soldados republicanos o nacionales nativos españoles.

El caso de Bernanos es distinto, ya que sus expectativas estaban puestas en el bando Nacional, desde un punto de vista católico, y con alguna adhesión a José Antonio Primo de Rivera, Sin embargo, su decepción fue paralela a la de Orwell y Weil, y de hecho así lo reconoce Simone Weil en la carta que le dirigió a Bernanos, y que él siempre llevó consigo. No hay esperanza ni confianza en sus conclusiones (las de todos) después de haber estado cerca del desastre.

Georges Bernanos, viviendo en Mallorca, escribió "Los grandes cementerios bajo la luna". Su decepción pasa de generales y políticos cínicos dispuestos a cambiar de bando según sople el viento, hasta la dirigencia católica dispuesta a bendecir una carnicería:

Yo vi, viví en España el periodo prerrevolucionario. Lo viví con un puñado de jóvenes falangistas, honrados y valientes. Aunque no estaba del todo conforme con su programa, notaba que a ellos y a su jefe les embargaba un violento sentimiento de justicia social. Afirmo que su desprecio por el ejército republicano y sus estados mayores, traidores a su rey y a su juramento, no era menor que su justa desconfianza hacia un clero experto en chanchullos y apaños electorales con la pantalla de Acción Popular y por persona interpuesta, el incomparable Gil Robles. ¿Qué fue de estos muchachos?, os preguntaréis. Dios mío, os lo diré. La víspera del pronunciamiento no había más de quinientos en Mallorca. Dos meses después eran quince mil, gracias a un reclutamiento desvergonzado, organizado por militares interesados en destruir el Partido y su disciplina. Bajo la dirección de un aventurero italiano llamado Rossi, la Falange se había convertido en una policía auxiliar del Ejército a la que se encomendaba sistemáticamente el trabajo sucio, en espera de que sus jefes fueran ejecutados o encarcelados por la dictadura y sus mejores elementos despojados de sus uniformes e incorporados a la tropa (...)
Llevábamos semanas esperando, sin creerlo, el golpe de mano anunciado por Primo de Rivera. ¿Qué cabía esperar de los militares? El ejército español, principal autor y beneficiario único del tremendo desbarajuste marroquí, rigurosamente expurgado de sus elementos reaccionarios, gobernado por logias masónicas de oficiales contra las que ya se había quebrado la voluntad del primer Primo, era además violentamente anticlerical. (Lo sigue siendo, como casi toda la población masculina de España y se verá, seguramente, en un futuro próximo). Todavía hoy pienso con amargura que con un poco menos de respeto por las vidas humanas, por las vidas españolas (respeto tradicional en los Borbones), Alfonso XIII habría ahorrado a su país un calvario atroz aunque solo fuera llevando al paredón al general Sanjurjo que, contra todo pronóstico, le negó el apoyo de la Guardia Civil, dando una puñalada por la espalda a la Monarquía. Nada me impedirá tampoco lamentar que no se tomara una medida semejante con el aviador comunista Franco, cuya propaganda había desmoralizado a un cuerpo considerado hasta entonces fiel, y que, disfrazado de fascista, ayer todavía comandaba la base aérea de Palma (...)
En Mallorca, como no hubo actos criminales, solo pudo ser una depuración selectiva, un exterminio sistemático de sospechosos. La mayoría de las condenas legales impuestas por los tribunales militares mallorquines —luego hablaré de las ejecuciones sumarias, mucho más numerosas— solo sancionaron el crimen de «desafección al movimiento salvador», expresada con palabras o incluso con gestos. Una familia de cuatro personas, de excelente burguesía, el padre, la madre y sus dos hijos de dieciséis y diecinueve años, fue condenada a muerte por el testimonio de una serie de personas que aseguraban haberles visto aplaudir, en su jardín, al paso de unos aviones catalanes. La intervención del cónsul estadounidense salvó la vida a la mujer, que era de origen puertorriqueño (...)
No, las derechas españolas no fueron tan estúpidas. Hasta el último momento se declararon contrarias a toda clase de violencia. La Falange, convicta de purgar a sus adversarios con aceite de ricino, todavía el 19 de julio de 1936 estaba tan mal vista que cuando la misma mañana del golpe de estado mataron casi delante de mí a un joven falangista de diecisiete años apellidado Barbará, el personaje al que las conveniencias me obligan a llamar Su Ilustrísima, el obispo de Mallorca, después de pensarse mucho si este violento merecía exequias religiosas —el que a hierro mata a hierro muere—, se conformó con prohibir que sus sacerdotes se presentaran en el oficio con sobrepelliz. Seis semanas después, cuando llevaba a mi hijo en moto a los puestos avanzados, me encontré al hermano del muerto tendido en la carretera de Porto Cristo, ya frío, bajo un sudario de moscas. La antevíspera los italianos habían sacado de la cama en medio de la noche a doscientos vecinos de este pueblo cercano a Manacor, considerados sospechosos, les habían llevado por hornadas al cementerio, les habían ejecutado con un tiro en la cabeza y habían quemado los montones de cadáveres cerca de allí. El personaje a quien las conveniencias me obligan a llamar obispo-arzobispo había mandado al lugar a uno de sus curas que, chapoteando entre la sangre, impartía absoluciones entre descarga y descarga. No me extiendo más sobre esta función religiosa y militar para no herir, en lo posible, la susceptibilidad de los heroicos contrarrevolucionarios franceses, sin duda hermanos de los que vimos, mi mujer y yo, huir de la isla a la primera amenaza de una hipotética invasión, como cobardes. Me limito a observar que esta matanza de miserables indefensos no arrancó ni una palabra de condena, ni siquiera la más inofensiva reserva de las autoridades eclesiásticas, que se conformaron con organizar procesiones de acción de gracias. Como podéis suponer, a esas alturas cualquier alusión al aceite de ricino se habría considerado inoportuna. Al segundo Barbará le hicieron exequias solemnes, el ayuntamiento decidió dar el nombre de los hermanos a una de sus calles y la nueva placa fue inaugurada y bendecida por el personaje a quien las conveniencias me siguen obligando a llamar Su Ilustrísima el obispo-arzobispo de Palma.

En Los grandes cementerios bajo la luna, primera edición en 1938

Al hombre que escribía esto, Simone Weil le dirije su conocida carta. Sigue lo fundamental:

(...) Yo no soy católica, aunque —lo que voy a decir parecerá presuntuoso a cualquier católico, dicho por un no católico, pero no me puedo expresar de otra manera— nada católico, nada cristiano me haya parecido nunca ajeno. A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel diciendo que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a tal o cual suma, poco elevada, yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías se han dirigido hacia los grupos que se identificaban con las capas despreciadas de la jerarquía social,  hasta que he tomado conciencia de que tales grupos son de una naturaleza que hace extinguirse cualquier simpatía.

El último que me había inspirado alguna confianza era la CNT española. Había viajado un poco por España antes de la guerra civil; muy poco, pero lo suficiente para sentir el  amor que es difícil no experimentar hacia ese pueblo; yo había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y sus defectos, de sus aspiraciones más legítimas y de las menos legítimas. La CNT, la FAI eran una mezcla asombrosa, donde se admitía a cualquiera, y donde, en consecuencia, se podría encontrar inmoralidad, cinismo, fanatismo, crueldad, pero también amor, espíritu de fraternidad y, sobre todo, la reivindicación del honor tan hermosa entre los hombres humillados; me parecía que aquellos que iban allí animados por un ideal prevalecían sobre aquellos a los que impulsaba la violencia y el desorden.

En julio de 1936 yo estaba en París. No me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha provocado más horror que la guerra es la situación de los que se encuentran en retaguardia. Cuando comprendí que,  a pesar de  mis  esfuerzos,  no podía dejar de  participar  moralmente en esa guerra, es decir, desear todos los días, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de los otros, me dije que París era para mí la retaguardia, y tomé el tren para Barcelona con la intención de comprometerme. Era a principios de agosto de 1936.

Un accidente me hizo abreviar forzosamente mi estancia en España. Estuve algunos días en Barcelona, después en pleno campo aragonés, junto al Ebro, a una quincena de kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar en que recientemente las tropas de Yagüe han pasado el Ebro.  Después en el palacio de Sitges transformado en hospital; después nuevamente en Barcelona; en total, aproximadamente dos meses. Dejé España a mi pesar y con la intención de regresar; más tarde, voluntariamente no he hecho nada. No sentía ya ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era ya, como me había parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra propietarios terratenientes y un clero cómplice de los propietarios, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.

He conocido ese olor de guerra civil, de sangre y de terror que desprende su libro; lo había respirado. No he visto ni oído nada, debo decirlo, que alcance la ignominia de algunas historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos a golpes de garrote. Sin embargo, lo que oí bastaba. Estuve a punto de asistir a la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me preguntaba si simplemente iba a mirar o haría que me fusilaran al tratar de intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.

Cuántas historias se agolpan bajo mi pluma… Pero sería demasiado largo; ¿y para qué? Una sola bastará. Estaba en Sitges cuando llegaron, vencidos, los milicianos de la expedición de Mallorca. Habían sido diezmados. De cuarenta muchachos jóvenes que habían salido de Sitges, habían muerto nueve. Sólo se supo a la vuelta de los otros treinta y uno. La misma noche siguiente se hicieron nueve expediciones punitivas, se mató a nueve fascistas, o supuestamente tales, en esta pequeña ciudad donde, en julio, no había pasado nada. Entre esos nueve, un panadero de unos treinta años, cuyo crimen era, me dijeron, haber pertenecido a la milicia de los «Somatén»; su anciano padre, del que era hijo único y el único sostén, se volvió loco.

Otra: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países cogió, después de una escaramuza, a un joven de quince años que combatía como falangista. Nada más ser cogido, temblando por haber visto cómo morían sus camaradas junto a él, dijo que se le había enrolado a la fuerza. Se le registró, se le encontró una medalla de la Virgen y un carné de falangista. Se le envió a Durruti, jefe de la columna, que tras haberle expuesto durante una hora las bellezas del ideal anarquista le dio la elección entre morir y enrolarse inmediatamente en las filas de aquellos que lo habían hecho prisionero, contra sus camaradas de la víspera. Durruti dio al muchacho veinticuatro horas de reflexión; al cabo de veinticuatro horas, el chico dijo no y fue fusilado. Durruti era, sin embargo, en algunos aspectos, un hombre admirable. La muerte de este joven héroe no ha dejado nunca de pesar sobre mi conciencia, aunque no lo haya sabido sino después.

Y esto otro: en una aldea que rojos y blancos habían tomado, perdido, retomado, vuelto a perder, no sé cuántas veces, los milicianos rojos, habiéndola vuelto a tomar definitivamente, encontraron en las cuevas un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro jóvenes. Razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos hemos retirado, han permanecido aquí y han esperado a los fascistas, es que son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron inmediatamente, después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos.

Una última historia, ésta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; a uno se le mató en el sitio, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después se dijo al otro que podía marcharse. Cuando estaba a veinte pasos, se le abatió. El que me contaba la historia se asombró mucho de no verme reír.

En Barcelona se mataba como media, en forma de expediciones punitivas, a una cincuentena de hombres por noche. Proporcionalmente, era mucho menos que en Mallorca, puesto que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes; por otra parte, se desarrolló allí durante tres días una sangrienta batalla callejera. Pero tal vez las cifras no sean lo esencial en semejante materia. Lo esencial es la actitud con respecto al hecho de matar a alguien. Ni entre los españoles, ni siquiera entre los franceses llegados, sea para combatir, sea para darse un paseo —estos últimos con mucha frecuencia intelectuales blandos e inofensivos—, he visto nunca expresar, ni siquiera en la intimidad, la repulsión, el desagrado ni tan sólo la desaprobación por la sangre vertida inútilmente. Usted habla de miedo. Sí, el miedo ha tenido una parte en esas matanzas; pero allí donde yo estaba no he visto la parte que usted le atribuye. Hombres aparentemente valientes —de uno de ellos, al menos, he constatado personalmente su valor— contaban con una sonrisa fraternal, en medio de una comida llena de camaradería, cómo habían matado a sacerdotes o a «fascistas», término muy amplio.

En cuanto a mí, tuve el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin arriesgarse a un castigo ni reprobación, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a aquellos que matan. Si por casualidad se experimenta primero cierto desagrado, se calla y pronto se lo sofoca por miedo a parecer que se carece de virilidad.

Hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte. He encontrado en cambio franceses pacíficos, que hasta ese momento yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido ir por sí mismos a matar, pero que se sumergían en esa atmósfera impregnada de sangre con un visible placer. Nunca podré sentir por ellos, en el futuro, ninguna estima.

Una atmósfera así borra pronto el objetivo mismo de la lucha. Pues no se puede formular el objetivo más que reconduciéndolo al bien público, al bien de los hombres, y los hombres tienen  un valor nulo. En un país en que los pobres son, en su gran mayoría, campesinos, el mayor bienestar de los campesinos debe ser un objetivo esencial para todo grupo de extrema izquierda; y esta guerra fue tal vez, ante todo, al principio, una guerra por y contra la repartición de tierras. Y bien, esos míseros y magníficos campesinos de Aragón, tan dignos bajo las humillaciones, no eran para los milicianos siquiera un objeto de curiosidad. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad —al menos yo no vi nada de eso, y sé que robo y violación eran merecedores, en las columnas anarquistas, de pena de muerte— un abismo separaba a los hombres armados de la población desarmada, un  abismo semejante al que separa a los pobres y a los ricos. Se sentía en la actitud siempre algo humilde, sumisa, temerosa de unos, en la soltura, la desenvoltura, la condescendencia de los otros. Se parte como voluntario, con ideas de sacrificio, y se cae en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con muchas crueldades de más y el sentido del respeto debido al enemigo de menos.

Podría prolongar indefinidamente estas reflexiones, pero debo limitarme. Desde que estuve en España, oigo, leo todo tipo de consideraciones sobre España, y no puedo citar a nadie, aparte de usted, que se haya sumergido, que yo sepa, en la atmósfera de la guerra española ,y lo haya  resistido. Usted es monárquico, discípulo de Drumont: ¿qué me importa? Usted me es más cercano, sin comparación, que mis camaradas de las milicias de Aragón, esos camaradas a los que, sin embargo, yo amaba. (...)

En Carta a Georges Bernanos, fechada probablemente en 1938

Finalmente, de Orwell se ha hablado antes, y a sus artículos sobre España remito. Pero algunas observaciones suyas son pertinentes. Como Weil, Orwell tenía cierta cercanía con el anarquismo español, y evidentemente se equivocó en cuanto a una solución negociada entre los bandos de la guerra de España, pero fuera de eso, acierta, y en su acierto también está la razón por la que no fue necesario negociar: el bando republicano cavó su tumba:

(...) El hecho que estos periódicos [los ingleses News Chronicle, Daily Worker] han ocultado con tanto esmero es que el gobierno español (incluyendo el gobierno semiautónomo catalán) le tiene mucho más miedo a la revolución que a los fascistas. Ahora parece ya casi seguro que la guerra terminará con algún tipo de pacto, y existen incluso motivos para dudar que el gobierno, que dejó caer Bilbao sin mover un dedo, quiera salir demasiado victorioso; pero no cabe ninguna duda acerca de la minuciosidad con la que está aplastando a sus propios revolucionarios. Desde hace algún tiempo, un regimen de terror-la supresión forzosa de los partidos políticos, la censura asfixiante de la prensa, el espionaje incesante y los encarcelamientos masivos sin juicio previo- ha ido imponiéndose. Cuando dejé Barcelona a finales de junio, las prisiones estaban atestadas; de hecho, las cárceles corrientes estaban desbordadas desde hacía mucho, y los prisioneros se apiñaban en tiendas vacías y en cualquier otro cuchitril provisional que pudiera encontrarse para ellos. Pero la clave aquí es que los presos que están ahora en las carceles no son fascistas, sino revolucionarios; que no están ahí porque sus opiniones se sitúen demasiado a la derecha, sino porque se sitúan demasiado a la izquierda. Y los responsables de haberlos recluído ahí son esos terribles revolucionarios (...) los comunistas.

Mientras tanto, la guerra contra Franco continúa, aunque, con la excepción de esos pobres diablos que están en las trincheras del frente, nadie en el gobierno de España la considera la guerra de verdad, La lucha de verdad es entre la revolución y la contrarevolución, entre los obreros que tratan de aferrarse a algo de lo que conquistaron en 1936 y el bloque liberal-comunista, que con tanto éxito está logrando arrebatárselo.

(En Ensayos, Descubriendo el pastel español, 1937)

 Todos ellos aprendieron lo que se vendría, lo que sucedería a continuación, todos tuvieron que afrontar la hecatombe que abarcó al mundo poco después. Weil no vió el desenlace del nazismo, (muere en 1943, de tuberculosis), y Bernanos (1948) y Orwell (1950) lo sobreviven brevemente, para prefigurar la nueva amenaza,  que aún hoy está vigente: La Rusia y su socio de camino, China.

domingo, julio 03, 2022

Prepotencia e intolerancia cultural y lingüística

 Saturado de los muchos ejemplos de manipulación social y cultural del nacionalismo catalán, quise elegir este breve artículo de Mateo Cañellas Taberner, mallorquín, para difundirlo y extender una respuesta válida a la intolerancia y fanatismo que inunda todo desde la comunidad catalana. Cañellas Taberner dice lo que quieren disimular: que el rey está desnudo, por más que lo vistan de seda...

En el siglo XIX los filólogos y lingüistas consideraban el catalán como una variedad del provenzal. Así lo mantenía el célebre filólogo alemán Friedrich Christian Diez en su “Gramática de las lenguas románicas” en 1836. Pasados 20 años, en una segunda edición de su “Grammatik”, el lingüista catalán Badía recuerda que Diez ya “afirmaba que el catalán no era propiamente un dialecto del provenzal, sino más bien una lengua independiente aunque en relación con él”. Este debate sobre la consideración de catalán no surgió de la nada. Fue impulsado durante la “Renaixença catalana”, en pleno romanticismo, que igualaba patria y nación a lengua.

La “Renaixença catalana” reivindicaba un supuesto pasado glorioso y antiquísimo de la nación catalana como el resto de las diferentes naciones europeas, y así lo hizo el catalanismo, que era cultural y político. En su igualación de nación con lengua, usó la única denominación conocida, la de la secular lengua lemosina. En 1833 el poeta barcelonés Buenaventura Carlos Aribau comenzaba su “Oda a la patria” así: “en lemosín sonó mi primer aliento”. Y años más tarde Manuel Milá, se lamentaba: “¿por qué no nací en los días de los gloriosos catalanes, cuando el habla lemosina del poder y honor fue el habla?”. Pero esta ecuación daba como resultado político la nación lemosina, la nación occitana. El catalanismo no podía admitir que la lengua catalana fuese un dialecto del occitano. Admitirlo significaría que su nación era Occitania y no Cataluña. Había que cuadrar el círculo. Ahí entró en el juego el discípulo de Diez, el filólogo suizo Werner Meyer-Lübke.

A principios del siglo XX, Meyer-Lübke seguía manteniendo el catalán como dialecto del provenzal. Pero a partir de 1925 cambió su posición, pasando a considerar el catalán como una lengua independiente del occitano, después de la publicación de su obra “El catalán”. Resulta del todo curioso que este cambio de opinión se diese pocos años después que Meyer-Lübke ingresara en la sección filológica del “Instituto de Estudios Catalanes”, que fue en 1921.

Mientras tanto, en Madrid, seguían considerando a la lengua mallorquina (contaba con gramática, ortografía y diccionario propios desde el siglo XIX), a la lengua catalana y a la lengua valenciana separadas. En 1926 el gobierno de Primo de Rivera consideró oportuno, debido al auge literario del resto de lenguas españolas que convivían con el castellano crear en la “Real Academia Española” ocho nuevas plazas de numerario reservadas para los especialistas en “las lenguas españolas distintas de la castellana (…) dos para el idioma catalán, uno para el valenciano, uno para el mallorquín, dos para el gallego y dos para el vascuence”.

¡Pero que iban a saber en Madrid! Cataluña ya tenía un lingüista que admitía la independencia de la lengua catalana. Sólo faltaba fagocitar las lenguas valenciana y mallorquina. Pocos años más tarde, en mayo 1934, en Barcelona, 16 catalanes (casi todos de Barcelona y de ocupaciones tan variadas como bibliotecario, político, filólogo, editor, economista, escritor, profesor, periodista e ingeniero industrial) encabezados por Pompeyo Fabra firmaban el manifiesto anti-occitanista “Desviaciones en los conceptos de la lengua y de la Patria” (otra vez lengua y patria iban de la mano) que fijaba las bases del catalanismo, tanto lingüístico como político: “Nuestra patria, para nosotros, es el territorio donde se habla la lengua catalana (…) compuesta de cuatro grandes regiones: Principado, Valencia, Baleares y el Rosellón”.

El Manifiesto además de separar la lengua catalana de la lengua occitana establecía la supremacía de la lengua catalana sobre las reconocidas, hasta el momento, lenguas valenciana y mallorquina, ya que dentro del marco de la secular y original lengua lemosina, los firmantes barceloneses, no admitían “en un mismo pie de igualdad el valenciano y el catalán, el lemosín y el provenzal, el gascón y el mallorquín”. La fagocitación de la lengua mallorquina por la catalana, a diferencia de la valenciana, resultaba bastante sencilla, ya que la mayoría de los integrantes de la clase cultural de Baleares estaban supeditados culturalmente a Cataluña. Y eso se debía a la inexistencia de una Universidad Balear, lo que obligaba a los poetas, literatos y escritores de Baleares a terminar su formación académica en la Península, básicamente en Barcelona, ciudad de nuevos aires “renaixentistes”.

En Baleares no eran conscientes de la que se avecinaba. A finales del siglo XIX, como era de esperar el influjo catalanista llegó al archipiélago de la mano de aquellos poetas y literatos totalmente supeditados a Cataluña como Mariano Aguiló y sus discípulos Tomás Forteza y José Tarongí, que abogaban por una lengua catalana culta, exenta de dialectalismos. Aun así los principales autores mallorquines seguían considerando la lengua mallorquina distinta de la catalana (Pedro de Alcántara Peña: “no tan solo no es dialecto de la catalana sino que es un idioma diferente de ella”) y continuaban produciendo sus obras en lengua mallorquina (Ildefonso Rullán: “L’enginyós hidalgo Don Quixote de la Mancha (…) y traduit ara en mallorquí sa primera vegada”; Tomás Aguiló: “Poesies fantàstiques en mallorquí”; Gabriel Maura: “Aigoforts”, “Ses paparrines”).

Inevitablemente el catalanismo llegó a Baleares. Pero por suerte, ya en el siglo XX, los poetas y escritores de la denominada “Escuela Mallorquina” (Miguel de los Santos Oliver, Juan Alcover, Miguel Costa, María Antonia Salvá, Lorenzo Riber [ocupó la silla de la lengua mallorquina de la Real Academia], Miguel Ferrá, Miguel Forteza, Juan Pons, Guillermo Colom…) y sobre todo, Antonio M. Alcover, aunque se postulaban por la unidad de la lengua catalana, reclamaban situar al mallorquín y al catalán en un mismo plano de igualdad. A pesar de ser catalanistas (pero dejando de lado el cariz político del catalanismo), también eran mallorquinistas (su mallorquinismo se caracterizaba por la defensa de la personalidad mallorquina y las consecuentes loas y alabanzas a la tierra mallorquina, a su historia, a sus tradiciones y a sus reyes privativos). Todo lo contrario a los pancatalanistas baleáricos del siglo XXI.

Un caso paradigmático fue Alcover, que pasó de acérrimo catalanista (fue el promotor del “Primer Congreso Internacional de la lengua catalana” en 1906) al conflicto y a la ruptura con el ingeniero industrial y lingüístico Fabra (Alcover cambió el nombre de su “Diccionario de la lengua catalana” por “Diccionario catalán-valenciano-balear”). Y eso fue, tal como denunciaba Alcover, “por no haber querido hacer la lengua mallorquina esclava del habla barcelonesa” y, sobre todo, “por haber defendido siempre la ‘personalidad lingüística de Mallorca’” frente al rodillo pancatalanista.

Durante la II República, en Mallorca también se unió la lengua y la política, cuando los literatos Juan Luis Estelrich y Juan Pons se apuntaron a la aventura del Anteproyecto del Estatuto de Autonomía 1931. Durante las negociaciones del frustrado Estatuto, debido a la politización de la lengua, surgieron importantes discrepancias con otros ponentes pancatalanistas, como el poeta Gabriel Alomar (en las filas de la “Unión Socialista de Cataluña”), que defendía la integración de Baleares en Cataluña (“las Islas Baleares (…) no han llegado a la madurez política ni a la cohesión necesaria, en mi concepto, para tener un Estatuto propio y, en cambio toda su tradición cultural, idiomática e histórica las impele a unirse a Cataluña”). Una respuesta clara y acertada se la dio el escritor Lorenzo Villalonga: “sabe Mallorca que, de unirse a Cataluña, sería absorbida por ésta. En su flamante afán nacionalista, Cataluña, mucho más que Castilla, tendería a anularnos”. La guerra civil y la dictadura de Franco fueron un paréntesis de 40 años en que el debate quedó aparcado.

Con el advenimiento de la democracia se retomó la “cuestión de la lengua” (todavía sin politizar del todo), aunque el eterno debate ya había comenzado en 1972, entre los defensores de la lengua mallorquina, que no cuestionaban la unidad de la lengua catalana, (el magistrado José Zaforteza [bajo el pseudónimo “Pep Gonella”], Luis Ripoll…) y los defensores de la uniformización del catalán desde Barcelona (Francisco de B. Moll, José M. Llompart…). Ni se les pasaba por la cabeza la creación de una Academia mallorquina o balear de la lengua como se hizo en Valencia (la valenciana se fundó en 1998 y además desde 1915 existía la “Real Academia de Cultura Valenciana”).

Las mentes subordinadas intelectualmente a Cataluña de la mal llamada “Obra Cultural Balear” (www.ocb.cat; presidida en esa época por José M. Llompart) presionaban políticamente para ejecutar en Baleares el mandato del Manifiesto barcelonés de 1934: establecer la supremacía del dialecto barcelonés sobre el resto. En marzo de 1977 la OCB.cat junto a las fuerzas de izquierdas de Baleares presentaron el “Anteproyecto de Estatuto de autonomía para Mallorca, Menorca, Ibiza y Formentera”, más conocido como “Estatuto de Cura” (se unió la política y la lengua, y no precisamente la mallorquina). Entre sus principales puntos estaban el derecho de autodeterminación, la bandera catalana de las cuatro barras (usurpada a Aragón con el estatuto de autonomía catalán de 1979), la oficialidad de la lengua catalana y la posibilidad de federación entre los supuestos “Países Catalanes”.

A pesar de la presión pancatalanista el punto de partida fue la posición defendida por Alcover, la “Escuela Mallorquina” y Zaforteza (el absoluto respeto a la “personalidad lingüística de Baleares”). Una postura sin politizar bastante aceptable visto el punto al que actualmente se ha llegado. Se trataba del llamado “Decreto de bilingüismo” de 1979 “por el que se regula la incorporación al sistema de enseñanza en las islas Baleares de las modalidades insulares de la lengua catalana y de la cultura a que han dado lugar”. En él se explicaba cómo “en las islas Baleares es tradicional y normal el uso cotidiano entre sus habitantes del mallorquín, menorquín e ibicenco”. Pero el paso más importante para el catalanismo ya estaba hecho, el nombre de la lengua de Baleares era el de lengua catalana.

El decreto fue impulsado por el consejero de cultura del preautonómico Consejo General Interinsular, el abogado José Francisco Conrado de Villalonga. En una entrevista del año 2002 confesó que “para redactar el decreto me fui dos días, a Menorca, a un hotel, y tomé la decisión de que se había de denominar la lengua como catalana”. Curiosamente, en 1990 fue nombrado Delegado General de la Caja de Ahorros y Pensiones de Cataluña y Baleares (actual Caixabank). ¿Otra coincidencia como la del suizo Meyer-Lübke?

Con el precedente del pancatalanista “Estatuto de Cura” y del glotónimo catalán impuesto por Conrado, la pobre oposición argumentativa de los diputados y senadores del grupo popular, permitió que el grupo socialista, representado por el “científico” y profesor de EGB Jaime Ribas (“hablar de lengua propia de las Islas Baleares, para nosotros sería reconocer un hecho acientífico que de ningún modo vamos a aceptar”), impusiera la denominación política de lengua catalana en el Estatuto (el caballo de Troya catalanista), sin siquiera hacer referencia a los seculares y tradicionales nombres de mallorquín, menorquín e ibicenco (lo importante era un nombre único, catalán).

Con el Estatuto catalanista, la secular lengua mallorquina quedó relegada a ser una de “las modalidades insulares del catalán”, que según su artículo 14 “serán objeto de estudio y protección”. En casi 40 años de Estatuto “las modalidades” siguen en el olvido, ni se estudian ni se protegen. Al paso que vamos “serán objeto de estudio” cuando ya sean fósiles lingüísticos; vamos, unos trilobites.

El catalanismo, además de ganar por goleada la batalla de la lengua, hizo lo propio en la batalla de la bandera. Aunque no pudo imponer en Baleares la cuatribarrada, porque ya se la había apropiado Cataluña en 1979, nos obsequió con el “invento” de la bandera de Baleares, sin ninguna clase de tradición. Con el “invento” se anulaba cualquier reivindicación de la dinastía privativa y de la secular diferenciación del antiguo Reino de Mallorca en el seno de la monarquía aragonesa y luego en la española.
Así fue como después de la dictadura franquista nos robaron nuestros seculares colores otorgados por nuestros reyes, nuestra lengua mallorquina (trilobites) y nuestros reyes privativos, además de a Ramón Llull (ahora apóstol de la lengua catalana). Con un Estatuto vacío de contenido todo estaba listo para la captura de voluntades: las jugosas subvenciones procedentes de la Generalidad de Cataluña. Como decía Quevedo: “Poderoso caballero es don Dinero. Madre, yo al oro me humillo, él es mi amante y mi amado”.

 Con el nacionalismo no hay nada que se pueda hablar, sea con su matriz catalana, o con sus satélites subordinados en Valencia (Compromis) o en Baleares. Lo único posible con ellos es restarles representación, no votarlos, sacarlos de las instituciones. En Valencia se ha visto claramente cómo actúan de engranajes de la Generalidad catalana, oponiéndose a iniciativas claves valencianas que perjudican a Cataluña (el puerto, especialmente). 

Lo que resulta imperdonable es la colaboración socialista en la entrega de fondos a cualquier asociación cultural y política que trabaje a favor de Cataluña, usando dinero valenciano para convertir a los propios valencianos en dependencia del nacionalismo. Ojalá que el creciente descrédito de estos soberbios prepotentes estimule al socialismo a rectificar sus planes. 

Las sociedades, la evolución de una comunidad no se rige por decretos y mentiras de la elite cultural. La realidad es tozuda, y marcha por su propio cauce, y dura centurias. Y a cada uno lo pone en su lugar.