domingo, abril 23, 2023

Expatria


Carolina Sanin, respondiendo a preguntas de Eugenio Monjeau, en Seul (¿cómo es ser colombiano y haber vivido en otro país como Estados Unidos? ”)

Fui extranjera durante 15 años y cansa sentir que debes corresponder –o que, a los ojos de los demás, de hecho correspondes– a una imagen básica y fija de tu identidad regional, y que se supone que no entiendes del todo (o que entiendes de un modo incomprensible y secundario para los locales) lo que pasa a tu alrededor. Ser extranjero es estar determinado por una imagen y por una lejanía. Es estar ausente. Y, por lo tanto, es estar haciendo siempre un papel –que es adicional a todos los demás papeles que estamos haciendo siempre por ser humanos–; es ser un personaje del personaje, doblemente derivado, lo cual te aleja más de ser el autor; de ser tu propio autor. Además, si eres extranjero del tercer mundo en el primero, la condescendencia (o, más precisamente, la lástima) y la sospecha están siempre mediando tu relación con los locales. O a lo mejor me engaño, y es lo contrario, y ser extranjera podía llevarme a cierta integración y a cierta pureza de ánimo que no conseguiré mientras viva donde nací. (Después de todo, o mejor, antes de todo, nos hemos dicho que los humanos somos extranjeros, exiliados, expulsados de un jardín). Por último, me pregunto si la política identitaria no hace que todo el mundo se sienta extranjero y sea extranjero en su propia vida. Sería interesante explorar para mí qué es ser de donde soy. Qué significa en mi turbulencia y en mi extravío ser de Bogotá, de un altiplano sobre los Andes, de una ciudad horrorosa. Y cómo aceptarlo y vivirlo podría sosegar mi pensamiento, asentarlo finalmente. Y qué significaría separar el pensamiento del viaje.

La fotografía: De Carlos Duque - The author provided these works via archive transfer and authorized its use in Wikimedia Commons., CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=126463765


martes, abril 18, 2023

Spivakow

Reviendo materiales relacionados con los años de auge de la edición en América, los años en que una gran parte del material en lengua castellana se originaba en Iberoamérica, especialmente en México y Argentina, dos grandes editoriales sobresalen: el Fondo de Cultura Económica en México, a partir de 1934, y EUDEBA, en Argentina, a partir de 1958. Aunque tardíamente, EUDEBA(Editorial Universitaria de Buenos Aires) se suma a ese prolongado período de publicación de autores importantes iberoamericanos y del mundo desde la América de lengua castellana. Así como Cosío Villegas fue el motor del Fondo, EUDEBA tuvo su gestor fundamental en Boris Spivakow, desde su inicio hasta el año 1966, en que un golpe de estado intervino la universidad. Spivakow junto con toda la dirección de la editorial, y todo el cuerpo de profesores, renunciaron. El mismo año, con parte de la dirección de EUDEBA, constituyó una nueva editorial (Centro Editor de América Latina), con el objetivo de ofrecer un repositorio de publicaciones de bajo costo y gran variedad de autores. Sin llegar a la riqueza del material que ofrecía EUDEBA, se propuso acercarse a ello. Por decir lo que me viene a la memoria, Kierkegaard fue editado (Memorias de un seductor), y asimismo Cortazar (El Perseguidor) o Daniel Moyano (El Monstruo y otros cuentos), así como colecciones de difusión en ciencias y matemáticas (José Babini). Y nuevamente una  dictadura, peor todavía que la anterior, terminó con su trabajo, o al menos dejó su trabajo maltrecho.

Sobre este hombre, y sobre este momento, hay un artículo de 2006, publicado en La Nación y El País, de Tomás Eloy Martínez que lo describe. Leerlo también explica que la declinación de la importancia de la edición, al menos en Argentina, no se ha debido a falta de ideas o espíritu emprendedor, o a la ascención -que la hubo- de fuertes grupos europeos, sino que hubo quienes consideraban el conocimiento y la creación como enemigos. Este es el artículo de Martínez:

Conocí a Boris Spivacow, uno de los más grandes editores argentinos –si no el más grande de todos–, hacia 1978, mientras yo vivía exiliado en Caracas y él se exponía en Buenos Aires a las arbitrariedades de la dictadura militar, sin preocuparse por las consecuencias. “No tengo miedo –me dijo más de una vez–. No tendría por qué tenerlo. ¿Acaso estoy haciendo algo malo?”

Pocos argentinos discernían entonces con claridad qué estaba bien y qué mal, y a miles de personas les costó la vida esa confusión en la brújula de las certezas. Boris confiaba en sus propios valores y sabía exactamente lo que quería: poner todas las expresiones del conocimiento y de la imaginación al alcance del mayor número de personas. Quería educar e informar.

En esos años de sordera y de estulticia, tales intenciones equivalían a apuntar con un arma de guerra a la cara de los comandantes militares. El éxito de la dictadura se basaba en la ignorancia, en dictámenes autoritarios que nadie osaba discutir. Con una ingenuidad de otro mundo, Boris Spivacow desafiaba al poder todos los días, publicando más de 250 libros al año en su pequeña empresa, el Centro Editor de América Latina.

Lo recuerdo muy bien. Era alto, corpulento, con una inteligencia tan vivaz y alerta que, a la menor distracción en el interlocutor, la inteligencia volaba y había que correr para alcanzarla. Su buen humor era inquebrantable, una incesante declaración de vida. Más de una vez, en Caracas, mientras visitaba a su hija Silvia y a sus dos nietas, llegaban versiones de que iban a matarlo apenas regresara a Buenos Aires. La gente que lo quería le suplicaba que se fuera del país, pero Boris los rechazaba con un ademán compasivo. “No podemos dejar la cultura en las manos equivocadas –decía–. Si no hacemos algo, cuando salgamos de esta pesadilla el país se habrá estancado en la Edad de Piedra.”

En aquellos tiempos enloquecidos, los escritores que vivíamos fuera de la Argentina no entendíamos muy bien cómo Spivacow y otros intelectuales podían pensar y expresarse sin que los destrozara la violencia de las mordazas oficiales. Después de que el régimen desencadenó el apoyo incondicional de muchas inteligencias que parecían independientes durante las semanas en que la Argentina ganó la Copa Mundial de Fútbol, en 1978, terminamos por admitir que las únicas estrategias legítimas para oponerse a la barbarie sin exponer la vida eran callarse la boca o aludir de soslayo a la realidad, como había dictaminado Borges en sus elogios a la censura durante el primer peronismo.

Spivacow no lo creía así y, a fines de 1978, cuando más tinieblas asomaban en el horizonte, dio la única lección de dignidad y resistencia a que se haya arriesgado alguien cuyas espaldas no estaban cubiertas por otro escudo que el de su optimismo.

Acaso esta historia se haya contado alguna vez, pero su hijo Miguel –con el que hablé largamente por teléfono– ha encontrado datos nuevos que la complementan y permiten darla a conocer como si fuera la primera vez.

En vísperas de la Navidad de 1978, la felicidad artificial que había deparado el campeonato mundial de fútbol estaba disipándose. La tasa de inflación anual superaba el 160 por ciento y el producto bruto decaía a paso firme.

Las amenazas fúnebres del general Ibérico Saint-Jean seguían propagando el terror: “Primero vamos a matar a todos los subversivos; después, a sus colaboradores; después, a los simpatizantes; después, a los indiferentes, y por último, a los tímidos”. Spivacow no era un indiferente y mucho menos tímido. Los doscientos cincuenta libros que publicaba eran ya una sentencia.

A eso de las nueve y media de la mañana, el 7 de diciembre de 1978, los depósitos que el Centro Editor alquilaba en Avellaneda fueron allanados y clausurados por inspectores municipales y por el Cuerpo de Caballería de la región. Un mayor retirado del ejército, Héctor Gustavo de la Serna, que actuaba como juez federal en la ciudad de La Plata, ordenó que los libros estuvieran disponibles para un fuego purificador y decidió el arresto de catorce peones, todo bajo la acusación de infringir una ley, la 20.840, que castigaba a los ciudadanos que, “por cualquier medio, intentasen alterar o suprimir el orden institucional y la paz social de la nación”.

Esas frases consentían un delta de interpretaciones, y ninguna de ellas protegía la conciencia de los individuos.

Boris Spivacow no durmió aquella noche. Una lectura rápida de lo que había sucedido en los últimos treinta meses indicaba que el ejército iría a buscarlo de un momento a otro. Su familia y quienes trabajaban con él le perderían el rastro y quizá nadie volvería a verlo. Boris aceptó refugiarse por unas pocas horas en la casa de sus amigos más entrañables, Miriam Polak y David Jacovskys. Como tenía el pasaporte y las visas en orden, a la mañana siguiente podría haber tomado el primer avión hacia Caracas, donde vivía parte de su familia. La menor ráfaga de sensatez le habría señalado que ése era el único camino para seguir con vida. Para Boris, sin embargo, la seguridad y la sensatez estaban siempre un paso atrás que las razones de conciencia.

La imagen de los catorce peones presos lo desveló. Decidió presentarse ante el juez al día siguiente y explicar que él era el único responsable de que aquellos libros insumisos circularan en la Argentina. No necesitaban sino un rehén: él mismo. Como preveía, de todos modos, que le harían preguntas sobre circulación, facturación y almacenes cuya respuesta desconocía, llamó a los encargados de las diversas áreas de la editorial para preguntarles si querían acompañarlo. Todos aceptaron.

Se encontraron a las ocho de la mañana en la esquina de Talcahuano y Viamonte, junto a la parada del colectivo 39. La idea era llegar juntos a Constitución y tomar el tren a La Plata. Entrarían todos en el juzgado antes de las once. Boris llevaba un maletín con una muda de ropa, cepillo de dientes y algunos papeles. Ya que iban a detenerlo, quería estar preparado. Su hijo Miguel, que entonces tenía 24 años y era médico, lo acompañaba. En buena hora, porque a doscientos metros de Constitución ya todos los encargados los habían dejado solos. Miguel se acuerda todavía de las frases, repetidas con idéntico temblor casi en cada una de las paradas: “Boris, lo siento. Hasta acá llegué. Acá me bajo”. Cuando estaban por abordar el tren, Miguel le preguntó: “Papá, ¿no tenés miedo? Todavía estamos a tiempo de volver. Todavía podés irte del país”. “¿Y dejar que los peones se jodan? No, Miguel, para tener valor hay que tener valores”.

Después de tantos años, la osadía de Spivacow parece inverosímil. En el colectivo, vivió una experiencia que evoca la sinfonía 45 de Haydn –llamada Del adiós–, en la que avanza la música mientras cada uno de los instrumentos va desapareciendo y callando en la oscuridad. Lo que siguió –cuenta Miguel ahora– era impensable entonces. Boris entró en el juzgado junto a un abogado de Banfield cuyo nombre ya nadie recuerda, respondió a las preguntas del mayor De la Serna y, para su pasmo, antes del mediodía salió de allí sin mella. También los catorce peones encarcelados quedaron en libertad. Miguel, ya de regreso en Buenos Aires, acompañó a su madre hasta La Plata en un taxi donde los dos enfermaron de incertidumbre y de congoja. Nadie en el juzgado sabía el destino de Boris, y durante horas anduvieron de un lado a otro buscándolo como alucinados, hasta que al fin dieron con él donde menos lo esperaban: en su propia casa, de regreso, indiferente ante la suerte desatinada de aquel día.

Treinta años después del golpe militar que sumió a los argentinos en una forma desconocida de barbarie, la resistencia solitaria de Boris Spivacow es una señal de que aun entonces se podía vivir en la oscuridad sin bajar los brazos. Aun en aquel océano de indignidad, la dignidad del individuo era posible. Sólo hacían falta coraje, voluntad, y fe en que –tal como dijo William Faulkner en su discurso del Premio Nobel– “la inextinguible voz de la condición humana no sólo perdurará: también prevalecerá”.© LA NACION

Distribuido por The New York Times Syndicate (EL PAÍS, 03/04/06):

 La foto, de Wikipedia: Boris Spivakow, en la revista Pajaro de Fuego nro 23 año 1980, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=4437252

 

sábado, abril 01, 2023

Jacques Loussier y su trío


 Así como conocí a Bill Evans tarde, puedo decir que conocí el jazz de Jacques Loussier muy tarde. Pero hoy está entre los pianistas de jazz que no dejo de escuchar, una y otra vez, junto con Bill Evans por supuesto, Oscar Peterson, Red Garland, Art Tatum, Thelonius Monk, Bud Powell, Dave Brubeck, Ahmad Jamal, Bill Charlap. ¿Por qué no aparece más frecuentemente su nombre? Seguramente por su dedicación a la música clásica, comenzando por Bach y Satie, y siguiendo por otros compositores. Quizá por su orígen y cultura europea. Sin embargo, si se lo escucha en cada interpretación, no cabe duda que lo que hace es una recreación basada en la libertad del jazz, de compositores del pasado. Si omitimos ese "detalle" de su foco en autores clásicos, su trío es extraordinario. Como muchos otros, por años su trío fue piano, contrabajo, batería. Esa combinación ha dado obras notables, comenzando por Evans. A mí particularmente, hay una reinterpretación de Bach hecha por Loussier que escucharé en donde está: en la eternidad. Es el Preludio y fuga en do mayor. Lo puedo escuchar diez veces seguidas, y me seguirá pareciendo impresionante.