Encontrado a través de Seul: de una argumentación acerca de la disolución de Telam, a una genial descripción del "funcionario eterno superviviente", a los artículos escritos por Jorge Sigal para La Nación, y de allí al dedicado a un documental sobre Isabel Perón. Dice Sigal -entonces dirigente juvenil comunista- a propósito de los asombrosos cambios que echaron a rodar en 1973 en Argentina:
Teníamos esa edad en la que es imposible comprender el verdadero significado de la muerte. Impetuosos, quizás arrogantes, suponíamos que la vida no tenía fin y que la revolución, a la que imaginábamos como un almíbar, nos estaba llamando. 1973 fue el año de los santos inocentes.
Yo estaba por cumplir los veinte y era uno de los pocos del núcleo militante al que pertenecía que ya había experimentado el silencio que produce la ausencia eterna. Mi padre, un hombre de una fortaleza y un optimismo asombrosos, absolutamente convencido de que existía un porvenir socialista, se había ahogado en un brazo del río Paraná apenas un año después de mi ingreso a la escuela secundaria. De modo que yo sí sabía, en 1973, que los muertos no regresan.
Sin embargo, lo que no estaba en los cálculos de ninguno –tampoco en los míos– era que la vida podía ser tan precaria y la muerte tan trivial. Y si se quiere, tan rutinaria. Mucho menos, que una sonrisa joven podía congelarse de repente. Casi sin darnos cuenta, nos fuimos metiendo en una danza macabra que duraría diez años.
Como suele ocurrir en todos los tiempos, lo primero que cambió fue nuestro lenguaje. El escaso vocabulario juvenil con el que nos entendíamos hasta muy poco tiempo antes empezó a poblarse de términos nuevos: venganza, paredón, ajusticiamiento. Poco después volvería a ampliarse con otros más truculentos aún, como encapuchado, amordazado, torturado y desaparecido.
Desde la asunción de Héctor J. Cámpora, el 11 de marzo de aquel 73, pasando por la muerte de Juan Domingo Perón, el 1° de julio del año siguiente, y la inmediata asunción de María Estela “Isabel” Martínez de Perón, nosotros los de entonces ya no fuimos los mismos. Porque a las palabras habíamos añadido imágenes. Hechos.
Recuerdo muy bien la fotografía publicada en el diario Clarín del cadáver maniatado de un muchacho del Nacional Buenos Aires, con quien muchas veces había discutido sobre el uso irracional de la violencia. Estaba junto a otros dos militantes dentro de una furgoneta Citroën abandonada en la localidad de Bernal. La crónica policial decía que su cuerpo tenía incrustadas decenas de proyectiles de grueso calibre. Por entonces, también nos fuimos acostumbrando a nuevas siglas y actores: AAA (Alianza Anticomunista Argentina), Montoneros, FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), CdO (Comando de Organización), ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo). Eran parte de nuestro nomenclador juvenil.
Debimos transitar un larguísimo recorrido hasta entender el verdadero sentido de la vida. Morir era mucho más fácil de lo que habíamos imaginado. La cultura funeraria argentina marcó mi generación. Y por más esfuerzos que hagamos por enterrar ese pasado, la historia nos devuelve una y otra vez a esos puntos oscuros. A ese trauma que, con el paso de los años, se fue tamizando hasta volverse también frivolidad. De un inicial intento democrático de cerrar las compuertas de la violencia –lo que se llamó “El pacto del Nunca Más” de 1984– hasta la glorificación a libro cerrado del accionar de grupos ultras sin la necesaria y honesta reelaboración por parte de sus principales protagonistas, muchos de ellos sobrevivientes de la hecatombe.
La fotografía, en Clarin, Timetoast, LaIzquierdaDiario, y otros.
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