En mayo de este año, Jot Down publica un reportaje, o mejor, una prolongada conversación entre Jorge Fernández Díaz y Andrea Calamari, que me veo tentado de reproducir completa. Me recuerda que hay vida en Argentina, y que hay alertas que España debe escuchar. Reproduzco la entrevista:
La Academia Argentina de Letras está ubicada en los fondos de un palacio de estilo parisino donde funciona un museo en el barrio porteño de Palermo. Es una institución casi centenaria que está atravesando carencias presupuestarias, falta de insumos y problemas de mantenimiento en una de las recurrentes crisis argentinas. Después de meses sin actividad presencial por la pandemia, 2021 encontró a los académicos apoyando los reclamos de los empleados frente al Ministerio Nacional.
En este lugar, donde hay una biblioteca con el nombre de Borges y una sala enmarcada por los retratos y nombres de nuestra tradición literaria, nos citó Jorge Fernández Díaz (Buenos Aires, 1960). Miembro de número de la Academia desde 2016, periodista y escritor multigénero: cuentos, investigación periodística, ensayos y novelas. Habla con calma y seguridad, no esquiva a las polémicas y se entusiasma con todo lo que hay más allá de los límites que impone el periodismo porque para eso está la literatura. Este hijo y nieto de asturianos tiene un lazo especial con España, el hogar del que salieron sus padres para buscar la tierra prometida que alguna vez fue la Argentina.
Sos una persona con doble doble nacionalidad: española y argentina, pero también escritor y periodista. Siempre decís que desde muy chico querías ser escritor y que el periodismo llegó después.
Primero quería ser detective pero era chico y no se lo quería decir a nadie, quizás por eso después fui inventando algunos detectives por el camino, como algo tremendamente vital, no profesional. Lo intenté cuando fui cronista policial durante tantos años, intenté ser una especie de detective del periodismo. Eso tiene que ver con la infancia, básicamente con la infancia. Soy fruto de dos asuntos que mi padre y mi madre me regalaron: primero la colección Robin Hood que me regala mi madre y después Cine de Superacción, que yo veía con mi padre; empezaba los sábados a la una de la tarde y terminaba a las doce de la noche y me lo dejaban ver completo. Mi padre, Marcial, un asturiano, mozo de bar, con muchas dificultades para comunicarse conmigo. Sin embargo veíamos los grandes clásicos de John Ford, de John Stevens.
¿Ibas con él al cine?
No, en la televisión. Era un ciclo que salía en la televisión, en blanco y negro, horas y horas. Mi padre intentaba comunicarse conmigo a través de las películas. Yo siempre digo que John Ford me salvó la vida. Hay una escena en Qué verde era mi valle en la que al chico le pegan en el colegio, le hacían bullying pero no se llamaba así entonces. A mí me pegaban en el colegio y yo no sabía si mi padre sabía, pero sí sabía. Estábamos viendo el momento en que al pibe le pegan y los hermanos le enseñan a boxear para defenderse, entonces mi padre y mi madre se miraron y después en la cocina mi madre me dijo «hay una academia de judo». Me mandaron a judo y eso me salvó la vida porque me dejaron de pegar.
Creo que la educación sentimental a través de las películas de Hollywood de las décadas del cuarenta, cincuenta, sesenta fueron absolutamente decisivas para mí. Después, claro, están los libros. El primer libro que leí fue Robinson Crusoe, pero el segundo fue La señal de los cuatro de Conan Doyle. Me recuerdo a mí mismo en la cocina de mi casa leyendo ese libro y diciéndome «yo quisiera hacerle a otros lo que este libro me hace a mí». En ese momento empecé a escribir. Lo que yo veía en la tele también se podía hacer en papel. Empecé a escribir, escribir, escribir: cuentos del oeste, policiales…
¿Copiabas?
Copiaba, absolutamente.
¿Se los mostrabas a alguien?
Iba persiguiendo a mi madre por la casa tratando de que los leyera. En el colegio no. Yo fui un gran alumno de primaria pero en la secundaria, en lugar de estudiar, me dedicaba a escribir, a leer y a escribir, y me fue muy mal en el colegio. Y mi padre, pobre, un inmigrante que quería que yo fuera abogado o médico, que no siguiera el derrotero de la pobreza, porque le costó muchísimo a mi padre salir adelante, a mi madre también… Mi madre era camarera, mi padre también era mozo de bar, así que cuando mi padre descubrió que yo quería ser escritor, creyó que quería ser vago. Inmediatamente confundió la literatura con la vagancia. Y fue una sucesión, le fui rompiendo el corazón de manera sucesiva: primero ser escritor, después le dije que quería entrar al periodismo. El periodismo era una bohemia. Yo entraba al periodismo como una rama de la literatura, todavía lo sigo pensando en esos términos, encima me meto en la izquierda nacional…
Y todo eso, ¿te lo decía o te lo hacía notar?
Me lo hizo notar muchas veces, me lo dijo y hubo mucho tiempo durante el cual no podíamos hablar. Mi padre me dio por perdido, le dolió tanto que yo no fuera una persona que él creía que podría salir adelante que casi no podíamos hablar de nada. Fue una experiencia muy fuerte, sentir a los quince o dieciséis años que te profetizaban el fracaso, que te daban por perdido.
¿Vos sentías que lo habías decepcionado o pensabas que ya se le iba a pasar?
No sabía si se le iba a pasar y no sabía si lo que yo estaba haciendo no era un desastre. La verdad es que no lo sabía. Y me metí en el periodismo, que fue mi segunda pasión. Me acuerdo que la primera redacción importante fue en el diario La Razón que estaba dejando Timerman [Jacobo] y a mí me mandó a policiales y fue el momento más feliz de mi vida. Estaba leyendo la historia universal de la novela negra mientras hacía novela negra. Yo hacía el cadáver del día. Todos eran viejos redactores que no tenían ganas de salir y yo salía a las siete de la mañana a buscar el cadáver del día o un secuestro. Ya era post dictadura, 83, 84, era todo una gran aventura.
Y por las tardes, aunque no me pagaran, yo iba a revisar los archivos, a ver a viejos delincuentes, a reactivar los viejos casos, sentía que era un detective. Me acuerdo que ahí descubrí una cosa fundamental que tiñó toda mi literatura: descubrí que el periodismo tenía un límite porque vos solo podés publicar lo que podés probar. En las mesas de redacción, donde yo aprendí, en esas cenas y en las sobremesas con esos grandes escribas que eran eruditos, borrachos, mitómanos, pero eran extraordinarios, yo preguntaba «¿por qué no podemos publicar lo que sabemos de las mafias?». Las mafias en el fútbol, por ejemplo, no recuerdo nunca haberlo leído en el diario, tampoco lo de los secuestros extorsivos que eran de la mano de obra desocupada de ese momento. «Porque no lo podemos probar», me decían. Entonces pensé «lo que no podemos publicar lo voy a contar como novela». Entonces escribí diez capítulos. Se llamó El asesinato del wing izquierdo, se trataba de un jugador en el ocaso al que matan y un periodista lo empieza a investigar porque era amigo de él. Escribo durante diez capítulos la trama que no podíamos publicar como información y se la doy, bajo mi responsabilidad, para que la publiquemos al lado de las noticias truculentas del día.
¿Aclarando que se trataba de una ficción?
Sí, sí. Estaba ahí por entregas. Era un diario de la tarde que vendía ciento cincuenta mil ejemplares, se recibía en los cafetines de Buenos Aires. Eso a mí me gustaba mucho, saltar el cerco y escribir ficción para los que no leían libros y me sentía que estaba en Cine de Superacción. Tenía treinta y cinco capítulos más o menos y cuando me dieron el visto bueno, empezó a salir y me planté, no podía escribir más nada, tuve un bloqueo, un ataque de miedo, a tal punto que empecé a escribirlo día a día y, te digo la verdad, llegó un momento en que no dormía para terminar la entrega y mandaba al taller por la tarde un texto trucho [falso] e iba a las cinco de la mañana y lo cambiaba en el taller por el verdadero. Así lo terminé, con el cuchillo en la garganta.
Después hice otro de secuestros y en un momento dado suena el teléfono de la oficina donde yo estaba y atiendo, era mi padre. Nosotros solo hablábamos de fútbol, durante años no pudimos hablar de ninguna otra cosa y ese día me llama a la redacción «¿Qué pasó papá, pasó algo? No, no pasó nada, te quería preguntar: mañana ¿va a recuperar el dinero ese del bolso?». Y ahí me doy cuenta de que yo había terminado el capítulo con esa duda: el periodista de la historia lleva el dinero para el rescate y un pibe de la calle se lo roba y ahí termina el capítulo. «Papá, ¿estás leyendo eso?». «Lo están leyendo todos acá, en el café, y me comisionaron para preguntarte porque quedaron nerviosos por saber qué es lo que va a pasar mañana». Me saltaron las lágrimas. «Sí, lo va a recuperar». «¿Estás seguro?». Él todavía tenía cierta desconfianza de si era yo el que escribía eso…Fui al baño a llorar y eso nos reconcilió. Lo que nos había separado nos reconcilió.
¿Tu padre seguía trabajando en el bar?
Sí, se jubiló ahí.
¿En el barrio de Palermo, donde vos naciste?
Sí, en Palermo. Mis padres son de dos lugares de Asturias, vinieron durante la posguerra civil. Venían del hambre, sobre todo mi madre. Mi padre vino con sus hermanos y mi madre vino sola. Ella siempre me decía «Te gustan las novelas de aventura, pero la verdadera historia es la mía».
Y en un momento decidiste contarla en el libro Mamá.
Claro, terminó siendo cierto. Ahí pasan dos o tres cosas. Lo primero es que, cuando el periodismo me trazaba una línea, me ofrecía un reto. Si el periodismo puede llegar hasta acá, se puede avanzar pero con otras armas, las armas de la ficción. Como yo no era un escritor ni de la universidad, ni vivía en una biblioteca, sino que tenía una experiencia intensa, cuando el periodismo me planteaba un límite, la literatura era un gran aliciente para atravesar esa línea y contarlo de otra manera. Eso pasó después también con los relatos de amor que no se podían contar. El periodismo no sabe contar los sentimientos, sabe contar los hechos, las escenas y los datos, pero no tiene la expertise para contar los sentimientos y la literatura me permitía hacerlo. Eso por un lado, y por otro, esa ilusión que no me abandonó nunca, quizás es algo psicológico y hasta me infantilizó ¿no?, en el sentido de decir «qué hermoso que te lea gente que no es especialista».
¿Qué tiene Mamá que lo convirtió en un éxito inmediato?
Se vendió muchísimo. Acá y en España, yo le fui agregando cosas al libro, la última vez lo publicó Alfaguara… Fue un accidente, yo venía de Neuquén, había vivido unos años en la Patagonia en la década del noventa. Había escrito la biografía no autorizada de [el periodista] Bernardo Neustadt El hombre que se inventó a sí mismo; un libro que tenía toda la técnica que indicaba las ganas que yo tenía de ser escritor porque le ponía al periodismo de todo, escenas, diálogos… y no tenía en mi cabeza la crónica latinoamericana y toda esa ortodoxia. No, no ,no. Era muy vivaz todo y fue un gran fracaso. Se pensó que iba a ser arrasador pero nadie quería tener un libro sobre ese tipo, muy querido y muy odiado.
Después escribí una parodia sobre la argentina, con Borges y Sherlock Holmes y hubo un momento muy particular que es cuando yo conozco a Arturo Pérez Reverte. Viene a la Argentina a promocionar El club Dumas y yo estaba en la revista Gente y pasaban estas cosas: llegaba un tipo como Pérez Reverte, no lo había leído nadie y lo iban a entrevistar movileros y yo fui. No es que Arturo y yo tengamos la misma biblioteca, que hayamos leído lo mismo, pero una gran parte de la biblioteca sí. Y fue un flechazo, uno y otro encontramos que veíamos las cosas de una determinada manera y a partir de entonces empezó una amistad muy intensa que lleva como treinta años. Arturo vino acá en la época de Perfil. Yo llevé sesenta periodistas al diario Perfil que se hundió en ochenta y cuatro días. Sesenta periodistas que saqué de otros diarios, de Clarín, de Ámbito Financiero, de Página 12.
Vos fuiste uno de los fundadores de aquel diario Perfil…
Fui el subdirector y estaba a cargo de Política, toda la parte dura, la información; entonces Arturo me cita con el editor para el Cono Sur de Alfaguara: «Te retiras del periodismo, vas a pasar a escribir libros como yo, ¿qué necesitas?». Y yo le contesto «acabo de tomar a sesenta tipos, no voy a abandonarlos». Y después de que el diario se hundió y dejé el periodismo activo, traté de escribir ese libro para Arturo. Pero yo tenía una gran desorientación, había abrazado esa idea cínica de no creer en nada, algo que te protege mucho: me cago de risa de todo pero después sentís una especie de salitre de la vida, era algo que venía madurando de mucho tiempo. No creía en el país, había roto con tradiciones políticas, no creía en nada, me sentía a salvo pero me empezó a comer por dentro. Y eso coincidió con la crisis del 2001, yo estaba en la revista Noticias, no sabía de qué escribir, fue un momento muy desesperante para mí y me dije «voy a escribir algo de entrecasa», voy a escribir algo para mis hijos porque, por alguna razón, aún no terminan de entender de dónde venimos, quiénes somos.
Entonces empecé a hablar con mi madre, a entrevistarla y eso duró por lo menos cincuenta horas en distintos momentos; nos reíamos, llorábamos… Después lo hice con mi padre, me arrepiento ahora de no haberlo entrevistado más porque mi madre era muy expansiva y elocuente, pero mi padre era más reservado. Y escribí el libro sin intención, se lo di a Gloria Rodríguez, mi editora, que me dijo «No tenés derecho a no publicar esto». Fue muy impactante lo que pasó con el libro, me llevó a España y se lo llevé con mucho temor a Arturo. Me acuerdo de que llegué tarde a una reunión en el Café Gijón y pensé en qué iba a decir pero no, dijo «buen libro». Y voy a decir algo que él niega: «Me has hecho lagrimear», me dijo, pero él lo niega públicamente. También me dice: «Acá creaste un territorio nuevo, este es tu territorio». Pero nunca logré quedarme en un territorio solo, la gran aventura era seguir jugando.
Mamá es la historia de una inmigrante asturiana que llegó a Argentina en los años cuarenta. ¿Cómo es leído un libro de ese tipo en España, una historia de emigrados?
Cuando se publicó en España había gente que decía «es mentira, no hubo hambre durante la posguerra». ¿Ah no?, ¿no hubo hambre? Hubo un momento en que la sociedad española se volvió soberbia y yo me sentía muy impactado frente a eso; no era toda la sociedad, claro. Una vez me llamó Serrat, yo no lo conocía y me llamó desde Ezeiza porque había leído el libro y me dijo «en Barcelona lo lee todo el mundo». Eso era a principios de los 2000, un momento en que mucha gente se estaba yendo para allá por la crisis.
Mi relación con España es muy intensa. Yo tengo más amigos en el mundo de la cultura en España que en Argentina. Mis amigos escritores están en España: Juanjo Millás, Manuel Vicent, Juan Cruz, Arturo… A muchos los he conocido cuando vinieron acá para presentaciones o a la Feria del Libro, por más de veinte años he sido una especie de interlocutor. Conocía mucho a Almudena Grandes, también a Rosa Montero, Dolores Redondo, María Dueñas. Cada vez que vienen acá soy una especie de anfitrión.
Decís que no tenés mucha relación con los escritores argentinos contemporáneos. ¿Por qué? ¿Estás fuera del canon literario?
Fuera del canon, por supuesto. A mí me horrorizaría estar dentro del canon. Fui editor por cinco años de Beatriz Sarlo, fui su editor político en La Nación, hubo una intensidad muy grande porque yo hablaba con ella dos o tres veces por semana. Ella dice que fui el mejor editor que tuvo. Y me hizo muy bien eso porque entendí todo perfectamente. Beatriz, a la que considero una amiga, es una crítica. Los críticos tienen obra y la obra de los críticos es esa cartografía que ellos establecen. Una cartografía, qué es: lo que me interesa de lo que hay. El crítico no es un prescriptor, como se cree, sin embargo los críticos serios establecen cartografías en las que hay cosas que automáticamente no entran y no van a entrar. Entraba Piglia [Ricardo] porque venía de otra tradición que intentaba enfocar con Borges, pero para Beatriz cualquier cosa que dice género queda automáticamente fuera de su cartografía y me parece que tiene derecho a eso porque su cartografía es su obra. Así como mis libros son mi obra, la obra de ella es esa cartografía.
Muy relacionada con la vida académica y la Universidad.
Ella fue a la Universidad y sigue leyendo como si estuviera en la Universidad.
Pero no es la única crítica literaria argentina, hay otros…
Hay otros, hay otros, pero yo me siento alejado de ellos, siento aburrimiento. Conozco muchos escritores argentinos que me parecen interesantes pero no pertenezco a esa familia, me siento bastardo, felizmente bastardo… Y tengo una enorme relación con los españoles que va también por el lado del periodismo. Realmente los españoles han hecho, y hacen, literatura en el periodismo. Yo escribo todos los meses para el ABC de España y hace poco escribí una tesis sobre por qué los españoles no tienen grandes cuentistas. Tienen cuentistas pero no es en lo que se destacan. Abelardo Castillo decía que hay solo tres naciones donde el cuento es la literatura central: Estados Unidos, Rusia y Argentina. Somerset Maugham [William] decía que lo central de un cuentista, como Chéjov, que escribía casi un cuento por día, era que lo hacía porque se lo pedían los editores y lo hacía para vivir. Lo mismo hacían los norteamericanos, escribían para vivir.
Los grandes novelistas del siglo XIX y del siglo XX tenían que venderles a los editores lo que les pedían, al New Yorker, al Times, al que sea. ¿Qué era lo que pedían esos editores? Cuentos, el relato corto que tiene que entrar en una revista. Ahora bien, en España los editores pedían artículos, de conductas, unas aguafuertes, ensayos que obligaban un poco al escritor a intervenir en la esfera pública, a narrar, a pintarla, pero no desde el cuento sino desde el artículo, que va más allá de la columna política o de actualidad. Por eso la tradición, que a mí me parece fascinante y es única, una tradición tan fuerte del articulismo español.
Hay una vieja anécdota de Manuel Vicent, que es una especie de Borges del articulismo. Cuando él llega a Madrid y gana un premio con una novela, a los pocos días unos amigos le dicen «vamos a un periódico». Él va y el editor le dice «Manda, mándame algo», y bueno, escribió una cosa sobre Salazar, el dictador portugués y lo mandó; salió un sábado y empezaron a llamar de todos lados para decir que estaban en desacuerdo y siguió el domingo y él dijo: «Esto está más vivo que el libro que tengo en la librería, esto de los medios es un gran telar. Si me dejaran hacer literatura en este telar yo sería muy feliz». Cuando él lo cuenta yo me siento tremendamente representado, ¿vos leíste lo que yo escribí para entrar en esta Academia?
Sí, claro: «El articulismo como una de las bellas artes». En la Academia, ¿te has sentido fuera de lugar como con los escritores contemporáneos?
No, llegué siendo más grande… Y eso que acá están los grandes profesores de la Universidad. No, no. No me sentí con la lejanía con la que me siento en otros sitios. Para nada. Yo creo que el tema del articulismo para mí fue una gran lección en España, entender que estos tipos estaban haciendo arte, literatura —literatura política, literatura social— y después los publicaban en libros. No tenían grandes ventas pero eran libros que iban a quedar, muy interesantes.
Algunos de ellos al final son mejores escribiendo artículos que escribiendo novelas y eso es una gran paradoja, una gran paradoja… Hay una cosa de Discépolo muy linda que decía «Yo me pasé la vida queriendo escribir mi gran obra, mientras tanto hacía estos tanguitos y después me di cuenta de que esos tanguitos eran mi gran obra». Y muchos escritores que durante años fueron articulistas, eran también novelistas pero no eran tan buenos novelistas como articulista. Lo hacían por cuestiones alimentarias como se dice en España y no por cuestiones meramente artísticas y al final muchos de ellos serán recordados por esas intervenciones.
Aunque claro, algunos hacen bien las dos cosas, le pegan bien con las dos piernas. Por ejemplo, Arturo y Javier Marías son grandes escritores, muy distintos entre ellos, y sin embargo son dos articulistas descomunales. Quizás en el futuro, para entender el presente, haya que leer los artículos que saca cada dos años Javier Marías. A lo mejor sus novelas se leen en otro sentido, de un modo literario o de culto, pero esto que él escribió, todas las discusiones que tuvo con el ultrafeminismo, que le costaron mucho, contra la estupidez de las cancelaciones, todas estas discusiones que no están en sus novelas, serán en el futuro muy importantes.
Empezaste con el articulismo.
Lo que me permitió hacer La Nación fueron muchos experimentos como los relatos de amor, fui columnista, fui secretario de Política, saqué el suplemento cultural, hice muchas cosas, tuve muchas vidas dentro de esa vida, pero el final fue este: hace diez años se retiró Mariano Grondona y me dicen «bueno, escribí la columna política». Lo primero que me dije es que no podía hacer lo mismo que Joaquín [Morales Solá] que hace un panorama político, lo que pasó en la semana, la trama y lo que significa. Yo eso no lo podía hacer porque, ¿para qué vas a pegar dos textos que vayan por el mismo camino? Y yo, ¿qué hago entonces? No tengo nada que ver con Grondona, ni generacional ni políticamente, entonces me dije: esta tiene que ser la columna de un escritor. De un escritor político. Y tiene que tener su personalidad desde ese lugar. Tengo que volver a leer, me dije. Tengo que volver a lo que yo había hecho intensamente a los veinte años, que era leer mucha literatura política, no ficción sino ensayos, historia.
¿Qué buscabas con esas lecturas?
Ahí volví a todos los pensadores de la izquierda nacional, busqué toda la revisión que había del peronismo. Leía a Perón y volvía a leer a Rodolfo Puiggrós, a Abelardo Ramos, a Hernández Arregui [Juan José], toda esa línea que es la que supuestamente leen los muchachos de La Cámpora, aunque no lo leen, pero bueno. Fui releyendo a Arturo Jauretche, a Raúl Scalabrini Ortiz, me hice el propósito de volver a leer toda esa biblioteca nacional y popular entera.
¿Y los contemporáneos?
Los contemporáneos y también los que hicieron revisionismo sobre los 70, porque estos se basaban en los 70 y habían macaneado [mentido] tremendamente. No solamente el kirchnerismo macaneó sobre los 70. A mí los 70 me parecen una fuente inagotable de cosas todavía. Inagotable, inagotable. Nosotros nos sentíamos muy inhibidos de meternos con los crímenes y pecados de la juventud maravillosa de aquel entonces, porque no queríamos hacerle el juego a los genocidas, por ejemplo. Queríamos que fueran presos, entonces realmente nos cominos que no había que caer en la teoría de los dos demonios. Yo creo que los crímenes de estado son mucho más graves que los otros, pero los otros existieron.
Empezabas una columna de actualidad y te parecía fundamental revisar el modo en que se pensaban los años 70. ¿Por qué esa puntualización cuarenta años después?
Porque los 70 eran el gran insumo del kirchnerismo que estaba en el poder y que había institucionalizado una versión de la historia desde el Estado, en las universidades, en las escuelas, en los medios públicos. A mí me parecía muy importante desacralizarlos. Además el kirchnerismo empezó a decir mentiras y yo decía: «esto es mentira, esto es mentira, esto es mentira». Cuando te vas para atrás en la tradición resulta que en el peronismo mucho era mentira. Te podría decir miles: Perón no fue revisionista, nunca fue revisionista porque él quería estar por encima de liberales y nacionalistas. El revisionismo se lo inventaron los setentistas. Perón nos llega reescrito por escritores políticos, es muy importante eso.
Cuando comenzó el kirchnerismo vos eras jefe de Política en La Nación. ¿Cómo era tu relación con el gobierno?
Áspera.
Ahí conociste al actual presidente [Alberto Fernández, entonces jefe de Gabinete].
Sí. Me llevaba bien con él. A pesar de las escaramuzas que teníamos, por supuesto y después fue muy importante la relación que tuve cuando él se fue del gobierno, una relación de ocho años, muy intensa. Le dedico el libro [Una historia argentina en tiempo real, una recopilación de sus columnas periodísticas] Pero bueno, era, me parecía, una persona muy distinta a la que vemos actualmente.
¿Alberto Fernández cambió?
Totalmente. Él pensaba como yo. Además, las discusiones entre él y yo eran discusiones ideológicas: sobre el peronismo, el problema del nepotismo, los 70, las equivocaciones de Néstor Kirchner; eran conversaciones no coyunturales. Él tenía relación con otros periodistas y era un gran lazarillo para los periodistas porque era un tipo que había estado ahí y decodificaba un gobierno secretista.
Con Néstor Kirchner y Cristina Fernández ¿tuviste relación?
No. Personalmente nunca. Varias veces le pedí a Alberto que quería contar, contarlos a ellos. Yo quería hacer una gran crónica de ellos desde adentro de Olivos pero ellos nunca… Tuvieron miedo de que yo entrara ahí. Tenían razón, seguramente. Cuando avancé, me di cuenta que lo que podía hacer era conectar la biblioteca con la calle. La biblioteca, la cinemateca, los libros de historia, las anécdotas de la historia, todo podía conectarlo y hacer analogías para iluminar el presente. Iluminar y también contar una historia.
Publicás en Zenda Libros, el sitio de Pérez Reverte, y allí van a parar tus columnas de La Nación. ¿Pensás en cuál puede ser el interés de los lectores españoles sobre los temas de política argentina?
Cuando escribo no, no lo pienso. Pero Arturo me dice que es muy seguida la columna. Además a Zenda no la leen solo los españoles, también los latinoamericanos, los argentinos en España —hay mucho mercado argentino en España—, los argentinos que están por el mundo. Arturo siempre me dice: «Cuando yo leo esos artículos me da la impresión de que para el español pueden ser un espejo del futuro». Y hay una deriva. El uso del lenguaje, la cooptación de intelectuales, una serie de asuntos del populismo, del modo de tratar a los enemigos políticos, de las teorías de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que son los ídolos de Podemos, en fin… Se ve un poco el futuro.
¿Los españoles ven la Argentina y piensan «hacia allá vamos»?
Podríamos ir. Se ve así, se lee así la columna.
Hace unos días un español me dijo que a los españoles les interesa más lo que pasa en Argentina que a los argentinos sobre España. ¿No nos interesa?
Puede ser, puede ser. Hay algunas personas acá que están muy interesadas en lo que pasa en España, algunas. Se ignora la mayoría de las cosas, lo nuevo de España se ignora muchísimo.
Da la sensación de que nos miramos el ombligo, que no nos interesa nada más que nosotros mismos, que todo lo leemos desde acá, con un cierto provincianismo…
Sí, sí, sí. Tuvimos más relación con España, como sociedad, tuvimos más relación de la que hay hoy. Ahora estamos como encapsulados. Creo que los españoles siguen teniendo por la Argentina, por Buenos Aires, la idea de que aquí hubo una tradición de inteligencia y de cultura. Buenos Aires para ellos todavía es esto [señalando el espacio de la Academia Argentina de Letras]. Este lugar. Todavía recuerdan que Miguel de Unamuno escribía por entregas en La Nación, que Rubén Darío también. La Nación es toda una institución reconocida.
Solés decir que, con tus columnas en España, te interesa mostrar una versión de Argentina que no es el discurso dominante.
Sí, claro, claro.
¿Creés que la visión que se tiene de Argentina es la que, como dijiste, se ha construido como discurso oficial desde el Estado?
Creo que el kirchnerismo tiene socios en la actual coalición de gobierno de España. A ver, hace unos años se llegó a hablar del europeronismo, no solo en España. ¡El europeronismo! ¡Ah, la pelota! ¿Qué es el europeronismo? Bueno, es básicamente la adoración por Laclau, un militante de la izquierda nacional que se va allá, relee a Gramsci, a Karl Smith y a Lacan sobre todo pero básicamente lo que propone Laclau es algo que les gustó mucho a los de Podemos. Muchísimo. Y creían que era algo modernísimo y era viejísimo. Quiero decir que hay un grupo de gente de izquierda que cree que el peronismo es de izquierda porque les ha vendido ese costado. Después no les cierra muy bien que Perón haya sido amigo de Franco y que haya elegido el exilio franquista y haya rechazado ir a vivir a La Habana como le pedía desesperadamente John William Cooke. Ni en pedo Perón iba a ir a La Habana.
Te reconocés como un antiguo militante de la izquierda nacional…
Adherente, simpatizante. Intenso. Un simpatizante intenso [risas].
En relación al ejercicio periodístico, ¿creés que es importante tomar partido o aspirar a la imparcialidad? Lo que en nuestro país se señala en algunos casos como Corea del Centro.
Pfff… Qué tema… Es un tema complejo. Primero creo que la objetividad es como una utopía que se consigue por aproximación. Somos seres subjetivos, es un buen intento una especie de periodismo científico donde los datos son todo lo que se puede probar. Yo defiendo mucho esa idea que no tiene nada que ver con ser árbitro de un partido sino con esto: «voy a contar lo que se puede probar». A mí me parece que eso, no importa de dónde venga, está bien, que el periodismo no debe abandonar eso. Pero el periodismo no es una sola cosa, el periodismo es un montón de cosas. No es solamente informar. Hay gente que cree que el verdadero periodismo es el periodismo de guerra o el de investigación y que todo lo demás es acompañamiento. No es cierto, no es cierto. Como tampoco yo podría decir que el periodismo son los articulistas, tampoco.
Después hay periodistas, lo aprendí con los años, que tienen segundas vocaciones ocultas. Cuando conozco un periodista, trato de descubrir cuál es su segunda vocación oculta. Algunos de ellos, como vocación oculta, son abogados, detectives, políticos, y tratan de mantener la vocación política dominada para seguir siendo periodistas. Otros quieren ser famosos. Jamás se me hubiera ocurrido, cuando entré en el periodismo, que alguien podía ser famoso. Los de la tele eran otra tribu, nos parecía inalcanzable y no deseable.
Para mí el periodismo siempre fue una rama de la literatura, yo siempre tuve esa segunda vocación. Yo no creo en el coreacentrismo, creo en ser ecuánime, no en ser equidistante, que es una cosa distinta. Ecuánime es decir «este tipo es valioso pero un enorme corrupto», bueno, vamos a decirlo así. Los grandes héroes hacen canalladas, lamentablemente la historia es esa, no los buenos y los malos como en el cine de superacción. Otra cosa es: yo soy el que te cobra las faltas, estoy fuera y si uno de River le pone una patada al de Boca, le saco la tarjeta roja y, para compensar, echo a uno de Boca que rozó a otro. Para compensar. Equilibrar las cosas, lo que además es un buen negocio… Pero el periodismo, a ver, los grandes diarios nacieron con ideas políticas, acá, en Estados Unidos, en Francia, en China, en todos lados. En China no sé [risas].
Haciéndolo explícito.
Representando una idea, un punto de vista desde dónde mirar. Después, vos no podés falsear la realidad en virtud a tu punto de vista porque ahí estás haciendo militancia partidaria, que es otra cosa. Te diría que el punto de vista es el valor agregado. Cuando Neustadt tenía su programa tenía treinta puntos de rating, se paraba el país, ¡treinta puntos de rating! y él tenía la obligación, y nosotros se lo pedíamos, de ser pluralista. Que estén todas las voces. ¿Por qué? Porque él tenía el poder total de los medios de comunicación. Tenía la obligación del pluralismo. Hoy no es un servicio que se le requiera al periodismo, es una facultad intrínseca del lector. El lector que quiere todas las voces las tiene a golpe de dedo, tac, tac, tac. Es gratis el pluralismo, me parece que lo que pide la sociedad es calidad, valor agregado, punto de vista. El punto de vista es muy importante porque un tipo que se levanta a las seis de la mañana, lee el diario muy por arriba, dice «yo pienso el mundo más o menos así, entonces elijo a alguien que piensa más o menos como yo, no tengo tiempo de ver si está bien el acuerdo de precios y salarios». Delegás en otro y eso es natural. Para eso sirve el punto de vista. Otra cosa es falsear la información.
Siempre decís que empezaste en el periodismo, haciendo periodismo de trinchera…
Treinta años de trinchera, ya está.
¿Ahora abandonaste esa trinchera?
Yo hablo de ese periodismo del día a día, que me robó mucho tiempo para escribir y mucha vida. He pasado treinta años en las redacciones y me ha quitado mucho. Ahora tengo el día a día de la radio y voy saliendo lentamente porque voy aceptando mi edad, voy aceptando los deseos, que son siempre los mismos desde que tenía doce años: leer y escribir, básicamente. Hoy hago radio con escritores: Miguel Wiñazki, Gonzalo Garcés, Marcelo Birmajer, decimos barbaridades… Nunca me detengo a pensar si eso es periodismo, tal vez sea otra cosa, una especie de tertulia, una tertulia salvaje porque viene de noche. Y eso me interesa más que la información, que ya me fatiga.
Es que este país cansa un poco, ¿no?
[Silencio] Si no estuviéramos involucrados como estamos, este país es shakesperiano. Extraordinario. Cristina es un personaje espectacular, literariamente espectacular. El kirchnerismo…, la política está llena de hijos de puta magníficos. Cristina es una Perona de la era de Netflix, van pasando las temporadas y va sobreviviendo y va haciendo cosas, es realmente espectacular.
¿Ves a Cristina Fernández como un personaje de Shakespeare?
De Shakespeare no, pero de Netflix sí.
Bueno, las series de Netflix te mantienen enganchado.
A mí me dicen «vos estás enamorado de Cristina», me trolean, viste. No, no, Cristina está en el centro. Cristina es un gran personaje, creo que le ha hecho mucho daño a este país, sin embargo es un gran personaje que domina. El día que Cristina esté en un costado y no domine más, mi interés por ella va a decaer.
¿Tenés en ella un interés periodístico o literario?
Las dos cosas. Y personal. Hay muchas cosas personales en esta historia. Para empezar, el padre de Cristina es hijo de asturianos que nacieron en un pueblito a kilómetros de donde nació mi padre. Ella tenía una madre que deriva de un conservador popular que se metió en el peronismo. Ella tuvo la grieta en el living de su casa, se odiaban. Una familia detestaba a la otra y ella vivía en esa grieta. La grieta es consustancial a su vida, a su infancia, ella creció y casi que no puede concebir la vida sin un buenos y malos. Unos hablaban mal de los gremialistas, de los que vivían del Estado y los otros hablaban mal de los individualistas a los que solo les interesaba el progreso. Todo esto estaba en el living de la casa y ella toma partido por una familia contra la otra en lugar de tratar de unir a las dos familias. Que son las dos almas argentinas.
Argentina tiene dos almas. Y vos las estudiás desde principios del siglo XIX hasta hoy y hay dos formas de ser argentino. Hay una forma de ser argentino que es cosmopolita, cree en el mercado, cree en integrarse al mundo, en el progreso, en la meritocracia, etcétera y otra que cree en vivir con lo nuestro, cree más en el Estado, cree en otro sistema de valores. Yo creo que estas dos almas no se pueden obviar para hacer política, que deben convivir, porque si estas dos almas no conviven van a la guerra. El sistema que permitiría que las dos almas, como las dos Españas, convivan, es que se pacten algunas políticas como se pactaron en la transición: «con esto no se jode». Con el poder judicial no se jode, con la política de seguridad no se jode, con una línea internacionalista no se jode. Con todo lo demás se jode, se discute, se pelean, pero esto no se toca, necesitamos un vaivén de convivencia.
¿Estamos cerca de alcanzar eso?
Creo que vamos a un crac en Argentina. Y ese crac tiene dos salidas: o esta que yo decía o algo mucho peor que lo que vivimos, algo que puede llegar a generar una especie de populista salvaje que venga a poner orden acá y sea de cualquier ideología. Esa sería una salida jodida.
¿Pensaste alguna vez en irte del país?
Todos los meses.
¿Y por qué no lo hiciste?
[Un largo silencio] Por diferentes razones. Todavía no descarto hacerlo. Te voy a decir algo de fondo más que operativo: te podría decir que me gustaría vivir en Madrid —aunque Madrid está un poco caro por ahora y tampoco quiero trabajar para vivir a esta altura del partido—, que me entusiasma mucho escribir en los medios españoles como lo estoy haciendo y que estaría bueno, pero por otro lado soy tremendamente argentino. Tremendamente argentino. A mí me duele la Argentina. Mirá, cuando fuimos a España, el primer viaje que hicimos lo hicimos en barco porque no daba la guita para ir en avión. Era 1969, Argentina y España estaban parejos, ellos venían subiendo y nosotros veníamos bajando. Cuando llegamos ahí, no sentimos que España era Europa. En Argentina teníamos pleno empleo, tres por ciento de pobreza, la desigualdad de Dinamarca, era un país pujante que era fruto de la inmigración. Arriba pasaban cosas horribles —estaba Onganía, Lanusse, se había proscripto el peronismo— pero abajo la sociedad vivía como en otro plano.
Y ahí se empezó a pudrir todo.
Ahí se empezó a pudrir todo. Ahora tenemos cuarenta por ciento de pobreza —pero está mal medida, en realidad tenemos un sesenta por ciento de pobreza—, somos el tercer país del mundo con mayor inflación: Venezuela, el Líbano y nosotros… Así que no me voy. O en todo caso me iría, pero no a ser español sino a ser argentino, estoy muy involucrado con la historia argentina. Siempre que se me ocurre una historia, se me ocurre acá, nunca podría ser un escritor internacional o escribir algo que ocurra en otro sitio que no fuera acá… Y me voy quedando.
Hay muchos temas e ideas que se desprenden de esta conversación, pero la impresión general que me causa es la de presenciar la progresiva caída y degradación de la sociedad argentina, más allá de la forma en que cada uno se proponga (o no) contrarrestarla. No sólo la política, que con Fernández Díaz habría que retroceder quizá hasta su infancia para encontrar un mejor punto de apoyo, sino probablemente también en el periodismo y la cultura en general. Las discusiones de hoy, los problemas de hoy, son un corolario, una versión apestada de lo que fueron hace treinta, cincuenta años.
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