lunes, septiembre 30, 2024

Emigrados

Pocos días atrás leí en Seul el recuerdo de Catalina Fisch Klein, sobrina de uno de los argentinos muertos en el atentado de las torres gemelas. Su testimonio me devolvió a ese día, que pasamos pegados a las radios y los televisores. Nos enteramos temprano, de manera confusa, cuando se hablaba todavía de un accidente de un helicóptero, hasta que vimos el segundo avión estrellándose ante nuestros ojos en la otra torre. En esa época, todo fueron malas noticias entre nosotros, en la familia: en pocos meses, todos los hermanos de mi esposa partieron con sus hijos a Estados Unidos, mientras nosotros afrontábamos una calamidad tras otra. Finalmente, poco tiempo después, también nosotros salimos hacia Chile, donde había trabajado en algún momento, y llegué con el trabajo resuelto. Habiamos comenzado el dos mil con buenas posibilidades, y en poco tiempo todo pareció derrumbarse. Fuimos testigos de la caída del gobierno de De la  Rua, y de las sucesivas presidencias  en Argentina: años de pesadilla. Los tres años que vivimos en Chile le dieron tranquilidad a mis hijos, que pasaron su adolescencia apartados de las desgracias al otro lado de la cordillera. Pasó tiempo hasta que asentáramos ese fin de época.

Ese once de septiembre cambiaron muchas historias. Si bien Guillermo Chalcoff, el recordado, ya había emprendido su truncado peregrinaje a otro país, en ese tiempo no sólo su familia, sino muchos otros argentinos comenzaron una diáspora que no se detiene: también en Israel escucho las voces de quienes a veces entrevistan, y reconozco su acento, y estoy seguro de que no hace muchos años que emigraron. Las palabras de Catalina me retraen a un mundo que ya no existe, o que al menos yo, como otros que partieron, ya no veremos: hábitos, pensamientos, relaciones familiares y de amistad que se recrearán de nuevas maneras bajo otros cielos.

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