Leo a Jorge Edwards, y me trae el recuerdo de los pocos años que viviera en Chile, esos años en que viajaba a Santiago, para quedarme una semana cada vez, recorriendo otro mundo tan distinto a Buenos Aires. Quizá por ese mismo extrañamiento que se produce ni bien cruzas la cordillera, tengo un recuerdo persistente de calles, rincones, edificios, nombres, voces, que no puedo convertir en conceptos claros, pero que retomo leyendo sus páginas, donde esas impresiones fluyen como fluye Belgrano en las historias de Sábato. Edwards recorre Ahumada, Providencia, bordea el Mapocho, almuerza en la Estación Central, sube al San Cristóbal y a Santa Lucía, va a Peñalolén...pero sus recuerdos van mucho más atrás que los míos para esos sitios, a cincuenta años antes; y sin embargo, no tan distante en su consistencia. Me quedarán para siempre Baquedano y Providencia, Tobalaba, Los Leones, Apoquindo, la calle Suecia, la central de autobuses, la sorpresa de ver la alta muralla de la cordillera después de la lluvia...Cuando quedaba libre de mis tareas, caminaba por la larga Providencia, o me tomaba un Metro y me iba a una punta, para volver caminando hasta Baquedano. Edwards lo deja fluir en su memoria, con la ventaja de estar inmerso en su gente, algo que para un visitante solo es una aproximación. Yo solo puedo decir que conservo mi trato con muchos de mis colegas de entonces después de pasados veinte años. Mi contacto fue con personas educadas con mucho esfuerzo para sacar una carrera, en general de orígen sencillo, acostumbrados a un trato amable y respetuoso, donde alguien raramente levantaba la voz. Era algo que saltaba a la vista de Los Andes para abajo... Probablemente hay mucho más, matices oscuros que se intuían, pero que sólo se materializarían siendo parte por largos años. Edwards naturalmente tiene una visión más completa de sus compatriotas, trayendo a la vida en sus descripciones no sólo ese paisaje, sino también la visión de quienes mandan y reparten. Partí de Santiago en octubre de 2005 y sólo me ha quedado el hilo de la conversación a distancia. Seguramente ha cambiado mucho todo, e incluso las circunstancias políticas han mudado quizá más de lo que imagino, pero probablemente, si estuviera un par de semanas, recuperaría lo que a pesar de todo no cambia, como sucede leyendo historias de Edwards ocurridas hace cincuenta, ochenta, cien años.
Tomo algunos párrafos del capítulo XXVII de El inútil de la familia. Rememora un episodio de su infancia probablemente, ya que toda la historia contada se refiere a la vida de su tío Joaquín Edwards Bello, y la narración se balancea entre los hechos de su tío y los suyos propios. "la Miss" era su tutora inglesa, a quien le dedica gran parte de este capítulo:
(...) un buen día, me parece que en la primavera, me llevó a pie a la casa de esa Elvirita o esa Martita o esa Olguita, un gran bungalow de aspecto campestre, con mucha madera, amplias galerías exteriores, frondosas enredaderas anaranjadas o de color lila, rodeado de un parque magnífico. El conjunto formado por el bungalow y el extenso parque se llamaba Montolín, o le decían Montolín, y ahora tengo la impresión de que llegaba por el lado norte hasta la orilla misma del río Mapocho (...)
La Miss y yo subimos por el costado del convento que ya había sido demolido, atravesamos la Plaza Italia (...) seguimos por el entonces llamado Parque Japonés y llegamos a Montolín. Durante la caminata que debe de haber durado tres cuartos de hora, por lo menos, la Miss me hablaba en inglés y yo, que le entendía casi todo, le contestaba en castellano. Lo hacía por agresividad infantil, de niño grandulote, pero que todavía andaba de pantalón corto, por obstinada desobediencia, pero también, según he llegado a la conclusión, por vergüenza. La vergüenza, en ese mundo de cosas que se podían hacer y cosas que no se podían hacer, de gente con quien se podía andar y gente con quien no se podía andar, de palabras que podían pronunciarse o no podían pronunciarse (...) La vergüenza, repito, era el sentimiento más cotidiano, algo así como el estado natural del alma. Entramos al parque, donde había más de algún perro, alguna cacatúa chillona además de pavos reales que desplegaban sus colas (...) saludamos de lejos a un caballero de luengas barbas que se balanceaba en una silla de balancín, en la esquina de de la galería, y entramos. (...) Tengo la impresión de haber ingresado a una sala más bien baja, desordenada, algo oscura, donde había por todas partes y hasta por el suelo gruesos cojines de cretona, donde una niña un poco mayor que yo, de cara larga, de voz medio regalona y medio cansina, la Elenita, la Elvirita o la Olguita de la Miss, hablaba sin descanso y en una mezcla chapucera de inglés y de castellano. Familias de Valparaíso de costumbres semiinglesas (...)
Llegaron otros niños algo mayores , y que desde un comienzo, en virtud de un sexto sentido, de un olfato que se me había desarrollado en el colegio, en la calle, en todo terreno desconocido o no enteramente controlado, me parecieron hostiles, peligrosos.
-¡Al puente!- gritaron, y uno de ellos, un gordito mofletudo, de pelo rizado, se me acercó y me dijo que tenía que seguirlos. El tono del gordito era el de una orden, no el de una invitación, y yo, acomplejado, pollo en corral ajeno, obedecí. Salí a la parte de atrás del parque, con cara de ajusticiado, mientras la Elenita o la Olguita de voz monocorde, sin dejar de hablar, se colocaba a la cabeza del grupo, y llegamos a un puente colgante que tenía una sola cuerda para sujetarse a uno de sus lados. Ellos entraron a la carrera, en tropel, sin mayores precauciones, como si lo hicieran todos los días, y el puente, entre piedras y zarzamoras, sobre un torrente de aguas barrosas, empezó a cimbrarse a toda fuerza.
-¡Entra!- gritó uno de los niños más grandes, con ojos turbios, con una expresión autoritaria que no auguraba nada bueno- ¡No seai maricón!
Pensé que los ojos de ese niño eran como las aguas de abajo, barrosas y revueltas, coronadas por una espuma sucia, Agarré la cuerda con angustia y avancé por el puente estrecho, donde algunos de los maderos estaban rotosy algunos otros faltaban, sin mirar el río (...)
Llegué al otro lado con la cara verde, con náuseas, medio hecho en los pantalones, y uno de los niños, un grandote que estaba cerca, me dió un tremendo pellizco, me hizo aullar de dolor. Los otros, formando círculo, empezaron a darme empujones, hasta tirarme al suelo , y ahí se dedicaron a pegarme patadas, mientras la Martita o la Olguita, el angel de la Miss, con su pelo de estopa rubia, su cara un poco alargada, sus brazos cubiertos de pecas colorinas, miraba como si se tratara de un espectáculo cualquiera, de una función de teatro o de circo, Escuché, en medio del ruido, de las piedras que el río arrastraba, de los chillidos, la palabra camello, y como a los hermanos mayores de mi padre, y por extensión a mi padre, los llamaban camellos en algunas casas, en algunos círculos, el Camello Fulano de Tal, el Camello Zutano, llegué a la conclusión de que me estaban castigando por pertenecer a la rama oscura, menos rica, pobretona, de acuerdo con ciertas estimaciones , de los Camellos.
-¡Ya! ¡Basta! -decretó la Martita o la Olguita, con su voz lenta, medio nasal, con su pronunciación extraña: chilena, achilenada, y a la vez inglesa de Valparaiso, ainglesada. Los golpes cesaron en forma inmediata, Se notó que la chica, con su cara no de camello, pero si un poco de caballo, era la cabecilla indiscutida. Yo me levanté del suelo, adolorido, lleno de rasmilladuras en las piernas y en los codos, y me sacudí la ropa. Ellos habían querido hacerme llorar, pero ahora, en la memoria, me parece que resistí de lo más bien, Hasta me reía, como para pretender que todo no había sido más que un chiste. En otras palabras, me reía como un imbécil, mientras la Martita o la Olguita, la cabecilla del grupo, me daba la espalda, y todos la abrazaban y trataban de juntar las cabezas con la de ella. Después he comprendido que ella, el ángel de la Miss, el monstruo mío de la otra orilla del Mapocho, que en aquellos años todavía era un peladero con zarzamoras, con matas de espino, con perros vagos y una que otra vaca, debía ser la hija de una de tus hermanas, sobrina tuya carnal, y que ese Montolin era el mismo de tus crónicas, el de la mansión de tu familia después de salir de la calle Monjitas. De manera que el salón de las cretonas era, a lo mejor, el de tu madre, un espacio que tuviste que conocer muy bien, a pesar de tu extravío.y me pregunto quién era el anciano de la galería de la entrada , el que leía el diario en la silla de balancín, quién sería.
La fotografía, tomada de https://www.ellibrodurmiente.org/persona-non-grata-jorge-edwards/
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