Moritz Schlick, un investigador en física y filosofía, alemán de orígen judío, fue otro de los grandes intelectuales que destacaron a Alemania en las primeras décadas del siglo XX. Partiendo de la física (fue alumno de Max Planck) derivó sus investigaciones hacia la filosofía, y contribuyó primerísimamente a la fundación del Círculo de Viena (1922), un punto de encuentro para la discusión de los fundamentos de la ciencia y el conocimiento. El Círculo conoció poco después de su publicación el Tractatus Logico-philosophicus de Wittgenstein, que se convirtió en centro de sus discusiones: Schlick, Carnap, Gödell, Neurath, giraban sus discusiones alrededor de las proposiciones de Wittgenstein, y fueron la base de gran parte del pensamiento lógico y científico posterior.
La década del 20 fue de florecimiento del pensamiento, con Alemania destacando en ciencia y artes. La década siguiente fue el comienzo del desastre. De pronto, vivir en Alemania, Austria, se convirtió en algo peligroso.Y así, los integrantes del Círculo de Viena fueron presionados a emigrar, o fueron víctimas directas del nazismo, entre ellos, Schlick. Su muerte en Wikipedia:
Debido al ascenso del nazismo en Alemania y Austria, muchos de los miembros del Círculo de Viena emigraron hacia Estados Unidos y el Reino Unido. Schlick, sin embargo, permaneció trabajando en la Universidad de Viena. Cuando fue visitado por Herbert Feigl en 1935, Schlick expresó su consternación por los acontecimientos en Alemania. El 22 de junio de 1936, cuando Schlick subía las escaleras de la universidad para ir a clases, un exalumno, Johann Nelböck, desenfundó una pistola y le disparó en el pecho. Schlick murió poco después. Nelböck fue juzgado y sentenciado, pero se convirtió en una cause célèbre para el creciente sentimiento antisemita de la ciudad (el hecho de que Schlick no fuera judío fue pasado por alto). Nelböck fue liberado bajo palabra poco después y se convirtió al partido nazi austriaco después del Anschluss.Y también su maestro Planck:
Durante la Segunda Guerra Mundial, Planck intentó convencer a Adolf Hitler de que permitiera el trabajo de los científicos judíos, sin gran éxito, sin embargo. El régimen nazi y la guerra azotaron duramente a la familia Planck. Perdió a su hijo Erwin Planck, asesinado por los nazis el 3 de enero de 1945, a pesar de las peticiones de indulto y clemencia que Max Planck hiciera a Hitler, intentando salvar la vida de su hijo. Esta gran pérdida se sumaba a otra, que ya acababa de sufrir: su casa de Berlín-Grünewald (y con ella toda su biblioteca, con miles de volúmenes e irrecuperables manuscritos), resultó incendiada y completamente destruida a causa de un bombardeo aéreo en febrero de 1944.
De la terminación de la segunda guerra mundial han pasado ya casi ochenta años, pero persiste como la radiación de fondo que testimonia al Big Bang. A veces olvidada, persisten brasas que vemos periódicamente, hasta alcanzar el nivel de hoguera en la actual guerra entre Rusia y Ucrania. Vengo de Argentina, un país que no participó directamente, pero la vivió entonces, y mucho más en su vida posterior: cualquiera conocía o era vecino de un emigrado, o fugitivo, o refugiado, un italiano, un yugoslavo (hoy sabríamos si era un croata, un servio, un montenegrino), un ruso, un ucraniano, un polaco, muchos de ellos judíos. Escuchamos sus historias, asombrosas, inconcebibles, de hombres y mujeres comunes, arrastrados por una ola que abarcó todo. Gentes que silenciosamente reconstruyeron su vida lejos de su patria y sus ancestros, como pudieron, y entregaron una segunda generación americana ya olvidada de la guerra. Una lectura fría de los hechos y números de la guerra hablan de un mundo difícil de imaginar hoy: el bombardeo diario del Reino Unido o de Alemania durante cerca de seis años, día tras día, la caída asombrosa de Francia, Bélgica, Holanda, la destrucción de Polonia, la gigantesca invasión de Rusia y su posterior contraataque, donde millones de soldados participaron, fueron muertos o cayeron prisioneros; la esclavitud y exterminio de millones de judíos y otras minorías. Y así en Africa, y en Asia; millones de soldados en China, en Indochina, en Filipinas, millones de muertos y emigrados, durante años. Como si el mundo hubiera recibido un meteorito que dejara por años el cielo oscurecido e irrespirable. Por años, vivimos la diáspora más gigantesca que padeciera la humanidad.
Así como la gente común fue arrastrada por esta catástrofe universal, así también pesó en la cultura y los intelectuales: Alemania vivió la emigración de sus profesores universitarios, ingenieros, diseñadores, arquitectos, artistas, físicos, matemáticos, en las persecuciones de preguerra. Francia, Italia, Inglaterra, Rusia, encontraron a sus intelectuales convertidos en soldados o partisanos, como Orwell, Camus, Sartre, Pavese; o muertos, como Saint Exupéry, Glenn Miller, Schulz, Webern, o tantos que fueron arrastrados a los campos de concentración (ver una lista en Wikipedia). Hannah Arendt dice que sin embargo, en ese desmoronamiento, los intelectuales "se encontraron a sí mismos": La caída de Francia, para ellos un acontecimiento completamente inesperado, había vaciado el escenario político de su país de la noche a la mañana para dejarlo poblado de fantochadas de pícaros y tontos, y quienes nunca en realidad habían participado en los asuntos oficiales de la Tercera República se vieron absorbidos por la política con la fuerza del vacío. De esa manera, sin haberlo pensado antes y aún en contra de sus inclinaciones conscientes, llegaron a configurar a pesar suyo un ámbito público en el que -sin los elementos de la oficialidad y oculto a los ojos de amigos y enemigos- se hizo, de palabra y de obra, todo lo que era importante en los asuntos del país (...) habían descubierto que quien se <<unió a la Resistencia, se encontró a sí mismo>> (En el prefacio de La brecha entre el pasado y el futuro).
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