Jorge Ávila, quien sin duda sería descalificado en los mismos términos que Vargas Llosa, pero con más virulencia (le falta el reconocimiento mundial que goza éste),
dedica una nota al escándalo montado sobre la visita de Vargas Llosa a la Feria del Libro argentina. Por varias razones, creo que merece ser reproducida completa:
Mario Vargas Llosa, el ganador del Premio Nobel de Literatura de 2010, estará en Buenos Aires en la tercera semana de abril. Entre otros fines, su visita tiene por objeto pronunciar el discurso de inauguración de la Feria del Libro. El gobierno kirchnerista le teme. Es bien conocido el desprecio que el gran escritor siente por la devaluada democracia argentina, por los desplantes internacionales del kirchnerismo y por la irresponsabilidad de su administración económica. Es, asimismo, bien conocida su perplejidad ante la prolongada involución que experimenta el país en casi todos los planos desde por lo menos 1930. Vargas Llosa atribuye la declinación argentina al populismo, y el populismo argentino al peronismo. No está muy lejos de la verdad.
La conducta del Director de la Biblioteca Nacional, Sr. Horacio González, en relación con la visita de Vargas Llosa, es una muestra más de la desvergüenza, la mediocridad y el oportunismo característicos del kirchnerismo, el peronismo y gran parte de la dirigencia política, empresaria, intelectual y sindical argentina. Primero, a fin de congraciarse con la Presidente de la Nación, mandó una carta a los organizadores de la Feria en la que pedía que le fuera denegada la palabra a Vargas. González reconocía lo obvio, que es un gran escritor, pero agregaba que es un neoliberal, o sea, alguien vinculado en la cabecita de los intelectuales de Carta Abierta y el programa televisivo 6, 7, 8 a esa cosa indefinida e intimidante que sería una mezcla de autoritarismo de derecha y capitalismo financiero internacional. La tontería de González y sus negativas repercusiones le sirvieron en bandeja a la Sra. Cristina la oportunidad para descalificar en público a su empleado y para declarar con magnanimidad que en Argentina la libertad de expresión está garantizada. Tras la desautorización, González pasa sus tardes en la TV pública defendiendo la libertad de expresión como si nada hubiera pasado y queriendo dejar mal parado a Vargas. Para ésto se vale de trucos de edición de un tape con la respuesta de Vargas a su tontería. Un botón de muestra de la declinación argentina: en la galería de los directores de la Biblioteca Nacional, donde pronto colgará el cuadro de González, cuelgan desde hace décadas los de Paul Groussac y Jorge Luis Borges, dos de nuestros más lúcidos escritores. Siguen dos párrafos del discurso que pronunció Vargas Llosa cuando recibió el Premio Nobel. Aconsejo leerlo. Buena pieza, muy entretenida y una clara muestra de su pensamiento demócrata y liberal clásico.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.