lunes, octubre 26, 2009

Noroeste argentino: Sarmiento habla sobre los huarpes

Domingo Sarmiento, especialmente en Recuerdos de Provincia, aporta muchas referencias a la conquista española, tanto a los pueblos originarios del noroeste argentino, como a la población descendiente de la conquista. En cierto modo, el testimonio de Sarmiento, como el de Barros Arana, constituye una de las bases de conocimiento de los tres siglos anteriores a la independencia. Así se puede ver en el capítulo sobre los huarpes:
Grande y numerosa era, sin duda, la nación de los huarpes que habitó los valles de Tulún, Mogna, Jachal y las llanuras de Huanacache. La tierra estaba en el momento de la conquista "muy poblada de naturales", dice la probanza.

El historiador Ovalle, que visitó a Cuyo sesenta años después, habla de una gramática y de un libro de oraciones cristianas en el idioma huarpe, de que no quedan entre nosotros más vestigios que los nombres citados, y Puyuta, nombre de un barrio, y Angaco, Vicuña, Villicún, Huanacache, y otros pocos. ¡Ay de los pueblos que no marchan! ¡Si sólo se quedaran atrás! Tres siglos han bastado para que sean borrados del catálogo de las naciones los huarpes. ¡Ay de vosotros, colonos, españoles rezagados! Menos tiempo se necesita para que hayáis descendido de provincia confederada a aldea, de aldea a pago, de pago a bosque inhabitado. Teníais ricos antes, como don Pedro Carril, que poseía tierras desde la Calle Honda hasta el Pie-de-Palo. ¡Ahora son pobres todos! Sabios como el abate don Manuel Morales, que escribió la historia de su patria y las Observaciones sobre la cordillera y las llanuras de Cuyo ; teólogos como fray Miguel Albarracín; políticos como Laprida, presidente del congreso de Tucumán; gobernantes como Ignacio de la Rosa y Salvador M. del Carril; hoy no tenéis ya ni escuelas siquiera, y el nivel de la barbarie lo pasean a su altura los mismos que os gobiernan. De la ignorancia general hay otro paso, la pobreza de todos, y ya lo habéis dado. ¡El paso que sigue es la obscuridad, y desaparecen en seguida los pueblos, sin que se sepa adónde ni cuándo se fueron! Los huarpes tenían ciudades. Consérvanse sus ruinas en los valles de la cordillera. Cerca de Calingasta, en una llanura espaciosa, subsisten más de quinientas casas de forma circular, con atrios hacia el Oriente, todas diseminadas en desorden, y figurando en su planta trompas de aquellas que nuestros campesinos tocan haciendo vibrar con el dedo una lengüeta de acero. En Zonda, en el cerro Blanco, vense las piedras pintadas, vestigios rudos de ensayos en las bellas artes, perfiles de guanacos y otros animales, plantas humanas talladas en la piedra, cual si se hubiese estampado el rastro sobre arcilla blanda. Los médanos y promontorios de tierra suelen dejar escapar de sus flancos pintadas cántaras de barro llenas de maíz carbonizado, que las viejas sirvientas creen que es oro encantado para burlar la codicia de los blancos. Esto no estorba que en la ciudad huarpe de Calingasta, se encontrasen dos platos toscos de oro macizo que sirvieron largo tiempo de pasar fuego por los bonitos, hasta que un pasajero dio un peso por cada uno de ellos, y los vendió después en Santiago a don Diego Barros, al fiel de la balanza.
Vivían aquellos pueblos de la pesca en las lagunas de Huanacache, en cuyas orillas permanecen aún reunidos y sin mezclarse sus descendientes, los laguneros; de la siembra del maíz, sin duda, en Tulún, hoy San Juan, según lo deja sospechar un canal borrado, pero discernible aún, que sale desde el Albardón, y puede llevar hasta Caucete las aguas del río. últimamente, hacia las cordilleras se alimentaban de la caza de los guanacos que pacen en manadas la gramilla de los faldeos. Hasta hoy se conservan tradicionalmente las leyes y formalidades de la gran cacería nacional que practicaban los huarpes todos los años. Nada se ha alterado en las costumbres huarpes, sino la introducción del caballo. "Un corregidor y capitán general que fue de la provincia de Cuyo —dice el padre Ovalle— me contó que luego que los indios huarpes reconocen a los venados (guanacos), se les acercan, y van en su seguimiento a pie a un medio trote, llevándolos siempre a una vista, sin dejarles parar ni comer, hasta que dentro de uno o dos días, se vienen a cansar y rendir, de manera que con facilidad llegan y los cogen, y vuelven cargados con la presa, a su casa, donde hacen fiesta con sus familias... haciendo blandos y suaves pellones de los cueros, los cuales son muy calientes y regalados en el invierno" [3.].

En los primeros meses de primavera, cuando los guanacos se preparan a internarse en las cordilleras, humedecidas y fertilizadas por el agua de los deshielos, córrese la voz en Jachal, Huandacol, Calingasta y demás parajes habitados, señalando el día y el lugar donde ha de hacerse la reunión para las grandes cacerías. Los jóvenes y mocetones acuden presurosos, trayendo consigo sus mejores caballos, que han estado de antemano preparando para aquella fiesta en que han de lucirse, y quedar pagadas en reses muertas la destreza del jinete, lo certero del pulso para lanzar las bolas, y la seguridad y ligereza del caballo. El día designado vense llegar a una espaciosa llanura los grupos de jinetes, los cuales, reunidos a caballo, tienen consejo para nombrar el juez de la caza, que lo es el indio más experimentado, y trazar el plan de las operaciones. A su orden se divide su dócil y sumisa comitiva en los grupos que él dispone, los cuales se separan en direcciones diversas, cuales a cerrar el boquete de una quebrada, cuales a manguar las manadas de guanacos hacia la parte del llano donde ha de hacerse la correría. Dos días después, los polvos que levantan los fugitivos rebaños indican la aproximación del momento tan deseado. Los cazadores toman distancia, y cuatro pares de libes, ligeros, cuanto basta para bolear guanacos, empiezan con gracia y destreza infinita a voltejear a un tiempo en torno de las cabezas de los jinetes. Huyen los guanacos despavoridos, sueltan a escape los caballos, sin aflojarles la rienda, por temor de las rodadas, que son mortales a veces pero que el gaucho indio evita, aunque cuente de seguro salir parado, por temor de quedarse atrás y cuando los más bien montados han logrado ponerse a tiro, cuatro pares de bolas parten de una misma mano, ligando unas en pos de otras tantas reses de montería. Otros cuatro pares de bolas reemplazan a la carrera del caballo, las que ya fueron empleadas, y el cazador diestro puede asegurar así diez, quince y aún más guanacos en la correría. Si la provisión de bolas se ha agotado, salta listo a tierra, ultima su presa, desembaraza los libes, y saltando de nuevo sobre el enardecido redomón, se lanza tras la nube de polvo, los gritos de los cazadores y los relinchos de los caballos, hasta lograr, si puede, tomar posiciones. Suelen ocurrir una o dos desgracias por las caídas; vuelven los cazadores a reunir sus reses, que cada uno reconoce por las bolas que las amarran; y si acaece alguna disputa, lo que es raro, pues es inviolable la propiedad de cada uno, el juez de la caza la dirime sin apelación. Vuelven los grupos a dispersarse en dirección a sus pagos; las mujeres aguardan con ansia los cueros de guanacos, cuya lana sedosa están viendo ya en ponchos de listas matizadas, sin contar con la sabrosa carne que va a llenar la despensa, cuidado primordial de toda ama de casa. Los chicuelos hacen mil fiestas a un cervatillo de guanaco que cayó el primero en poder de los cazadores, y los alegres mocetones cuentan en interminable historia todos los accidentes de la caza y las rodas que dieron, y las paradas. Otra costumbre huarpe sobrevive, hija de la antigua y fatigosa caza a pie. Repetiré lo que observó el historiador Ovalle en su tiempo, y ahorrárame el lector entendido el trabajo de explicársela. "No dejaré de decir una singularísima gracia que Dios dio a estos indios, y es un particularísimo instinto para rastrear lo perdido o hurtado. Contaré un caso que pasó en la ciudad de Santiago (Chile) a vista de muchos. Habiendo faltado a cierta persona unos naranjos de su huerta, llamó a un huarpe, el cual se llevó de una parte a otra, por esta y la otra calle, torciendo esta esquina, y volviendo a pasar por aquélla hasta que últimamente dio con él en una casa, y hallando la puerta cerrada, le dijo: toca y entra, que ahí están tus naranjos. Hízolo así y halló sus naranjos. De estas cosas hacen todos los días muchas de grande admiración, siguiendo con gran seguridad el rastro, ora sea por piedras lisas, ora por hierbas o por agua" [4.].

¡Ilustre Calibar! ¡No has degenerado un ápice de tus abuelos! El célebre rastreador sanjuanino, después de haber hecho con su ciencia devolver a muchos lo hurtado, y dejado salir de las cárceles a los presos, como sucedió con mi primo M. Morales, sin acertar a cortarle el rastro que había prometido no hallar, se ha retirado a morir a Mogna, morada de su tribu, dejando a sus hijos la gloria de su nombre, gloria que ha llegado a Europa de folletín en Revista , copiando el párrafo del Rastreador de Civilización y Barbarie , dejando Calibar más duradero recuerdo en Europa que las barbaries de Facundo, el blanco perverso e indigno de memoria.

¿Habéis visto, por ventura, unas canastillas de formas variadas que contienen los útiles de costura de nuestras niñas, cerradas de boca a veces, a guisa de cabeza de cebolla; o bien abiertas, por el contrario, como campanas, con bordes, brillantes y curiosamente rematados, salpicadas de motas de lana de diversos colores? Estas canastillas son restos que aún quedan en las lagunas de la industria de los huarpes. Servíanse, en tiempo de Ovalle, de ellas como vasos para beber agua, tan tupido era el tejido de una paja lustrosa, amarilla y suave, que crece a orillas de las lagunas de Huanacache. ¡Pobres lagunas destinadas a servir, mejor que las de Venecia, a poner en contacto sus lejanas riberas, llevando y trayendo en barquillas o en goletas de vela latina los productos de la industria y los frutos de la tierra! El huarpe todavía hace flotar su balsa de totora para echar sus redes a las regaladas truchas; el blanco, embrutecido por el uso del caballo, desfila por el lado de los lagos con sus mulas, cargadas como las del contrabandista español, y si vais a hablarle de canales y de vapores como en los Estados Unidos, se os ríe, contento de sí mismo, y creyendo que vos sois el necio y el desacordado. Y, sin embargo, en Pie-de-Palo está el carbón de piedra, en Mendoza el hierro, y entre ambos extremos mécese la superficie tranquila de las sinuosas lagunas, que el zambullidor riza con sus patas por desaburrirse. Todo está allí, menos el genio del hombre, menos la inteligencia y la libertad. ¡Los blancos se vuelven huarpes, y es ya grande título para la consideración pública saber tirar las bolas, llevar chiripá, o rastrear una mula!

La idea que el jesuita Ovalle echaba a rodar en los reinos españoles, sobre las bendiciones del suelo privilegiado de San Juan, es todavía, doscientos años después, un clamor sin ecos, un deseo estéril... "No hay duda que, si comienza a acudir gente de afuera , aquella tierra será una de las más ricas de las Indias, porque su grande fertilidad y grosedad no necesitan de otra cosa que de gente que la labre, y gaste la grande abundancia de sus frutos y cosechas" [5.]. ¡Pobre patria mía! ¡Estáis en guerra, por el contrario, para rechazar a las gentes de afuera que acudirán; y arrojáis, además, de tu seno a aquellos de tus hijos que os aconsejan bien!

[3.] Histórica relación del Reino de Chile , por Alonso de Ovalle, 1646.

[4.] Ibíd. Ovalle.

[5.] Ovalle, Histórica relación del Reino de Chile , libro I, cap. VI.

[Los Huarpes, en Recuerdos de Provincia]
Sarmiento confirma lo que Barros Arana afirma: que bastaron menos de ciento cincuenta años para extinguir las naciones indígenas. Y que los colonos gozaron de poco más de un siglo de prosperidad, para luego ir perdiendo importancia como región. Los lamentos de Sarmiento recuerdan el crecimiento de las ciudades portuarias y su comercio: Buenos Aires, inexistente para el comienzo de la conquista del oeste y del Pacífico, ya era capital de un Virreinato. El centro oeste y noroeste argentinos ya habían entrado en su carácter posterior, de economía de subsistencia, y el contrabando de la costa era prácticamente oficial.
¿Y dónde fueron los huarpes? Sugerido en Barros Arana, los estudios arqueológicos y etnográficos contemporáneos muestran que las políticas de reparto de encomiendas destruyeron las naciones originarias, sea por extinción (las menos) o sea por disolución de su identidad cultural (las más). Judith Faberman, Roxana Boixadós y Ana María Lorandi, particularmente, han investigado los documentos de Indias demostrando este hecho. Así se conformó la sociedad mestiza que llegó al siglo XIX. Repasar esos documentos será tarea de otro día.

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