domingo, agosto 03, 2014

Vargas Llosa y los intelectuales franceses

Lacan, Sartre, de Beauvoir, Camus, Picasso, 1944. 
Mario Vargas Llosa, a propósito de un libro de Tony Judt (Past Imperfect: French Intellectuals, 1944-1956), recuerda y comenta la actividad y posición de los intelectuales franceses posteriores a la segunda guerra mundial. Referencias a las décadas de 1950 y 1960 que quizá en España puedan parecer algo extrañas y lejanas, pero que tienen mucho sentido en el contexto latinoamericano, al menos en el argentino, y probablemente en el de aquellos como él que formaron el espacio de la "nueva novela", desde hace ya más de cuarenta años. Entonces, los intelectuales franceses eran especialmente influyentes en universidades, en literatura y pensamiento humanístico. Una influencia ahora diluída y  reemplazada, pero que sentó bases entonces.
Y sin embargo, el sentido de la crítica de Vargas Llosa sigue siendo válido en la actualidad, quizá porque aunque las influencias se hayan desplazado, el patrón de pensamiento se ha mantenido: los grandes referentes de entonces, Rusia, China, se han desacreditado crudamente y transformado, quedando en su lugar un espacio vacío, un espectro, una Utopía, a donde se acude en el momento de defender banderías.
Dice Vargas Llosa:
El libro [de Judt] quiere responder a esta pregunta: ¿por qué, en los años de la posguerra europea y más o menos hasta mediados de los años 60, los intelectuales franceses, de Louis Aragon a Sartre, de Emmanuel Mounier a Paul Éluard, de Julien Benda a Simone de Beauvoir, de Claude Bourdet a Jean-Marie Doménach, de Maurice Merleau-Ponty a Pierre Emmanuel, etcétera, fueron pro soviéticos, marxistas y compañeros de viaje del comunismo? ¿Por qué resultaron los últimos escritores y pensadores europeos en reconocer la existencia del Gulag, la injusticia brutal de los juicios estalinistas en Praga, Budapest, Varsovia y Moscú que mandaron al paredón a probados revolucionarios? 
Comunistas o socialistas, existencialistas o cristianos de izquierda, sus colaboradores discrepan sobre muchas cosas, pero el denominador común es un antinorteamericanismo sistemático, la convicción de que entre Washington y Moscú aquél representa la incultura, la injusticia, el imperialismo y la explotación y éste el progreso, la igualdad, el fin de la lucha de clases y la verdadera fraternidad. No todos llegan a los extremos de un Sartre, que, en 1954, luego de su primer viaje a la URSS, afirma, sin que se le caiga la cara de vergüenza: "El ciudadano soviético es completamente libre para criticar el sistema".
Un pensamiento dogmático, y sin duda con conocimiento de causa, sólo salvado por las excepciones recordadas por Vargas Llosa: Camus, despreciado y apartado, Mauriac, Malraux. 
Más allá de las explicaciones de Judt, aceptadas por Vargas Llosa, acerca del porqué de tal posición tuerta y dogmática ([Tony Judt] dice que, además de la necesidad de hacer olvidar un pasado políticamente impuro, detrás del izquierdismo dogmático de estos intelectuales, había un complejo de inferioridad del medio intelectual, por la facilidad con que Francia se rindió ante los nazis y aceptó el régimen pelele del Mariscal Pétain, y fue liberada de manera decisiva por las fuerzas aliadas encabezadas por Estados Unidos y Gran Bretaña.) lo que es valioso de esta nota suya, es la evocación de una generación que tiñó a las siguientes: sus ecos se podrán encontrar en los posteriores intelectuales, quizá ya no en la primera línea, pero probablemente sí entre multitud de educadores, profesores, periodistas, críticos, que diariamente influyen sobre la vida colectiva, a veces con una mala fe clamorosa.

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