Santiago Francisco Peña publicó en Seul el 22 de enero, un artículo a propósito de la ocurrencia de una historiadora americana, Erika Edwards, que cuestiona como racista la falta de jugadores negros en la selección argentina de fútbol. Algo que si en lugar de guiarse por el adoctrinamiento y el pensamiento dogmático, lo hubiera hecho por el análisis y la investigación, como se esperaría de su instrucción académica, no hubiera formulado la pregunta: el comercio de esclavos africanos fue de un volúmen mínimo por siglos, por la simple razón de que la economía argentina fue desde su orígen mayoritariamente extensiva. El gran movimiento económico estuvo relacionado de inicio y cada vez más, con la ganadería extensiva, a campo abierto, y luego con la agricultura extensiva. Existieron manufacturas que requerían mano de obra, pero especialmente en el noroeste y en cantidades muy limitadas, de subsistencia y para el mercado local. No hacían falta grandes masas de trabajadores; no había caña de azúcar, no había latifundios para el algodón, no había grandes minerías. En todo caso, la Argentina de la Confederación fue exportadora de carnes saladas para los esclavos de los centros cañeros del Caribe. Más aún, la Asamblea Constituyente de 1813 declaró la "libertad de vientres", es decir, que si bien entonces los padres seguirían siendo esclavos, los hijos nacidos a partir de ese momento serían libres. De hecho, las condiciones de vida de los esclavos eran suficientemente benignas como para que por años (antes y después de la independencias), fuerzas brasileras organizaran partidas en la frontera, para cazar a los esclavos que escapaban a Argentina, siendo un continuo motivo de escaramuzas. Más aún, si bien ciertamente se reclutó esclavos en la guerra de independencia, a aquellos que se enrolaran se les otorgaba la libertad. Hecho que también habla de otra característica: que esos negros "esclavizados" en realidad estaban en condiciones de semilibertad individual: en grandes extensiones del país no vivían en cuadras ni encadenados, sino que salían con su caballo a arrear o sacrificar ganado. Si no hubiera sido así, resulta difícil creer que sus dueños hacendados los hubieran cedido para la guerra. Y aún más: la población negra que vivía en la Provincia de Buenos Aires en general era partidaria activa del gobierno federal, como lo demuestra Amalia, la obra de José Mármol, un intelectual de la sociedad rica de Buenos Aires. Finalmente, la guerra de la Triple Alianza, de 1864 a 1870 diezmó una población que de todas formas no era ya excesivamente abundante, y lo que no fue mermado por la guerra, lo fue por la fiebre amarilla que afectó a toda la sociedad argentina.
Pero el punto central de el incidente comentado por Peña no es el análisis social histórico de Argentina, sino la actitud dogmática de Edwards, que es un hecho común y repetido hoy:
Parece un buen momento, entonces, para poner el foco sobre algunas concepciones de base que vienen ganando peso en la academia norteamericana en las últimas décadas y que explican las motivaciones de la profesora Edwards. Quisiera detenerme en algo que está sucediendo específicamente en el área de las Letras Clásicas, esto es, en el estudio de la lengua y cultura griega y latina, en el estudio de los orígenes culturales de nuestra civilización. Se ha vuelto habitual en este ámbito leer o escuchar que la tradición grecorromana es esencialmente “racista” y que es preciso “descolonizar” los estudios de latín y griego mediante una mayor representación de sectores considerados como previamente postergados. Estas concepciones han llegado a traducirse en reformas de planes de estudio en algunas de las universidades más importantes.
Un ejemplo que hizo ruido es el de la Universidad de Princeton, donde en 2021 se eliminó el requisito de nivel intermedio de latín y griego para iniciar un major en Clásicas, en cuyos primeros años tampoco se requerirá el estudio de esas lenguas entre los cursos ofrecidos. Esta medida fue acompañada por sendas reformas en los departamentos de “Politics” y “Religion”, donde se incorporaron cursos sobre racismo. La universidad ha sostenido que esta medida apunta a paliar el “racismo sistemático en el campus” y contribuir a la formación de una “comunidad intelectual más vibrante”, lo que sea que eso signifique. A pesar de las objeciones presentadas por ex alumnos y otros críticos externos, la reforma ya se encuentra en curso. El cuerpo de profesores de la universidad, por su parte, guardó un prudente silencio que merece ser analizado.
Peña comenta un caso particularmente notable (y alarmante) de 2019, cuatro años atrás:
Quisiera traer a colación un episodio sucedido en el congreso anual de la Sociedad de Estudios Clásicos norteamericana (SCS) realizada en San Diego en enero de 2019, en el marco de un workshop cuyo tema era “el futuro de los estudios clásicos”. El panel, compuesto por tres profesores universitarios norteamericanos, se propuso hacer un balance del siglo y medio de vida de la SCS y trazar un horizonte hacia el futuro. Entre los expositores se encontraba la profesora Sarah Bond, de la Universidad de Iowa, en ese momento responsable de la comunicación en redes sociales de la SCS y fundadora del llamado WOHA (Women of Ancient History, o Mujeres de la Historia Antigua), quien exigió profundizar la “diversificación de citado”, esto es, que hubiera una representación más “diversa” en términos étnicos y de identidad sexual entre nuestra elección de referencias bibliográficas. En otras (sus) palabras, que los investigadores debían deliberadamente reducir la proporción de citas de hombres blancos (“male white men”) en favor de women of colour. El mismo criterio debía seguirse, naturalmente, en la conformación de paneles, comités, boards de revistas, proyectos de investigación, etc.
(...) Finalmente, las palabras del tercer expositor fueran probablemente el quid del asunto. Nos referimos a Dan-el Padilla Peralta, profesor de Latín de Princeton, quien sostiene regularmente (y ese día no fue la excepción) que los estudios clásicos, así como la sociedad norteamericana y la civilización occidental en su conjunto, adolecen de un racismo sistemático y estructural, donde reinan, según su óptica, la white supremacy y el white privilege. Su “proyecto emancipatorio” o intento de “justicia epistémica reparadora” es radical: “descolonizar” la academia a través del abandono de una sagrada tradición científica como la evaluación anónima (o simplemente impersonal) de la producción científica. En efecto, sostuvo en su exposición que las políticas de publicación en journals sólo consolidan la estructura racista y que era necesario que los white male men “renunciaran a sus privilegios” en favor de gender-non-conforming scholars of colour.
Según se puede observar en la grabación, el auditorio respondió a estas expresiones con una aprobación casi unánime. Decimos “casi” unánime porque la profesora Mary Frances Williams tomó el micrófono con el objetivo de manifestar su desacuerdo con los puntos de vista expuestos. Podríamos sintetizar sus objeciones en dos ideas sencillas. Por un lado, que el corazón de los estudios clásicos es el trabajo filológico y el estudio de las lenguas originales de los textos, de las voces del pasado, por lo cual no es posible abandonar esto sin desnaturalizar la disciplina en su conjunto. Por otra parte, que la tradición clásica ha dejado como legado nociones como libertad, igualdad y democracia que han forjado la modernidad y, con ella, la concepción de que el mérito, el esfuerzo y el talento son más importantes que los orígenes étnicos o de cualquier otro tipo para el desarrollo personal y profesional.
La respuesta de los panelistas fue granítica. Una de las expositoras llegó a expresar que no se identificaba con la civilización occidental (cuya sola existencia puso en duda) y que el estudio no debía concentrarse en autores canónicos como Homero, Cicerón, Demóstenes o Heródoto porque todos ellos eran white male men. Sin embargo, el clímax llegó cuando Williams le dijo a Padilla Peralta que ella no creía que él hubiera obtenido su trabajo (una cátedra tenured, o vitalicia, en Princeton) por su fenotipo sino por su mérito personal. El problema estuvo en un punto de difícil traducción. Las palabras textuales de Williams fueron: “You may have gotten your job because you’re black, but I’d prefer to think you got your job because of merit”.
Más allá de la lectura semántica y pragmática que podamos hacer de sus palabras, tras la respuesta de Padilla, quien la acusó de racismo, se le retiró el micrófono, se la invitó a retirarse y se le prohibió asistir a los eventos de la SCS en los días sucesivos por “acoso” (harassment). Algunas semanas después, la SCS envió un mail general a todos sus miembros repudiando y expulsando a Williams por haber “acusado a un profesor de haber obtenido su puesto por ser black”, interpretación que no parece desprenderse de lo que se escucha en el video, donde parece haber expresado, más bien, la idea contraria. Acto seguido, también fue cesada de sus funciones de la Asociación de Historiadores de la Antigüedad (AHA). Sus intentos de expresar su visión de los hechos fueron inmediatamente desestimados. De más está aclarar que el coraje de la profesora Williams derivó en una reducción significativa de sus vínculos y caminos de desarrollo profesional.
Ver este artículo de la posición mayoritaria del panel. También Sarah Bond ha salido salpicada ese día.
Francamente, esta actitud intolerante, negando la discusión razonada y la disención académica a propósito de la cultura en la que se ha construido la sociedad actual y pasada, hace recordar repetidas épocas de fanatismo rabioso sobre distintos conceptos políticos, religiosos o sociales. Progresivamente se extiende un cuerpo de ideas que no acepta una idea distinta a la suya. Esta posición de combate ideológico recuerda la campaña del senador McCarthy, que provocara la expulsión o encarcelamiento en Estados Unidos de escritores, profesores, actores, directores cinematográficos, científicos, emigrados a Europa ante el riesgo de ser descalificados y encarcelados. El macartismo, por recordar un proceso parecido y relativamente próximo, para no hablar de otras intolerancias religiosas y políticas del pasado. No se trata de exagerar las consecuencias de un acto aislado: en los últimos y recientes años abundan este tipo de hechos y de conceptos.
Recordemos el extremo de la intolerancia que representó la revolución cultural china, que terminó con masas de jóvenes en las calles atacando a quienes no se mostraran incondicionales del pensamiento de Mao Tse Tung, reduciéndo toda la base del conocimiento a la lectura fanática del libro rojo, pequeño manual bueno para curar un roto y un descosido. De su corto apogeo nos ha quedado el concepto de "reeducación ideológica" en campos de trabajos forzados, la "autocrítica" de los arrepentidos a palos, y el "centralismo democrático". Una generación perdida.